lunes, 8 de abril de 2013

Escrito (8/4/2013)


Palomar.
            Los niños juegan con la vista siempre firme hacia la catedral de los protectores perros de hierro. Niños demasiado empalagosos, que si uno olvidase su edad incluso los odiaría por sus pintas excesivamente anacrónicas: calcetines largos y verdes casi hasta la rodilla, pantalones cortos con bragueta de botones y un pulóver de rombos tan matemáticamente simétricos que apetece quemarlos.
            Los pocos que se atreven a despellejarse las rodillas son reprendidos por sus rubias madres: ni demasiado jóvenes, ni demasiado viejas, con sonrisas enormes y agarradas al brazo de sus maridos con rizos engominados e impolutos… todo es tan ideal, tan de foto de anuncio de vacaciones, que te echarías a llorar de lo patética que puede ser la farsa creada a partir de la realidad ficticia.
            Algunas de estas familias prohíben correr a sus hijos, temerosos de que se manchen la ropa que llevarán a la misa, a casa de los abuelos que ven mensualmente, al cine… ropas cuyas marcas suponen para sus progenitores un orgullo aún mayor que el de su descendencia: para muchos padres tener un hijo es producto de la moda social vinculada al círculo de amigos al que pertenecen “¿y ustedes para cuando?”, “se les va a pasar el arroz!”… me corro dentro, compro juguetes caros, pago buenos colegios y dejo al margen los abrazos y la escucha, no sea que el niño después me manche con su caca y con sus mocos.
            Los hijos petrificados en el banco, condenados a no conocer jamás la sensación de joder con la pelota, se entretienen echando millo y migas de pan a todas las palomas… a todas salvo a una: la de los tumores, la que tiene las plumas llena de mierda propia por no poder levantar el vuelo y arrastrarse por culpa de unos bultos tan enormes que casi son de su propio peso… tumor sobre tumor, como montañas de granos juveniles a punto de estallar que espantan incluso a sus congéneres, quienes la picotean al acercarse, pues la enfermedad es una máscara que a menudo esconde lo oculto de la muerte y el malestar del sufrimiento vacío por no se entender lo que se desconoce… a sus inflamaciones cancerígenas se deben añadir no solos las heridas y laseraciones provocadas por otras palomas, sino un ala y pata rotas: algunos niños con pajarita se dedican a jugar al blanco tirándoles piedras, desgraciadamente no tan grandes como para matarla: lo justo para partir  hueso… el más atrevido, aquel cuya atención paterna se desvía más hacia aventuras sexuales extraconyugales y a coches nuevos, el que desea una llamada de atención prácticamente edipóca, va tras la paloma, logra atraparla orgullosamente ante la mirada asombrada de los pequeños y quiebra su pata izquierda como si fuera una ramita… mira… sonríe… ríe… una risa casi gutural que desata una furia no-humana, no-animal entre los niños quienes juegan a la “papa caliente” con el ave pateándola de un lado a otro, pasándosela como una antigua pelota de trapo… entre medias, la llaman... gorda, enorme, absurdamente grande… demasiados cuerpo para una mujer gobernada por la mente de un infante… apenas mantiene el equilibrio: abre sus brazos para no tambalearse demasiado dejando ver los pelos y sudor en sus sobacos… llega hasta ellos, tan deseosa como asustada de aceptar la proposición de juego y tras el “sí” comienzan a hacerle corro, a jugar a “el bobo” con ella en el centro, usando el cadáver tumorósico y roto del pájaro muerto.
            La burlan, la empujan, le dan patadas y le jalan del pelo… sus padres ajenos al macabro juego hablan de cenas y reuniones empresariales, mientras un perro se atraganta dejando escapar un vómito poco común, colorido, incluso de aspecto sabroso… un vómito tan amarillo que llama la atención de los pequeños sádicos quienes dejan a la mongólica nuevamente marginada y observan… ella, quizás curiosa, quizás deseosa de nuevas atenciones, se lanza de barriga contra la porquería del perro y se pone a lamerla a cuatro patas mientras grita “¡crema catalana!¡crema catalana!”… algunos niños cogen miedo y huyen lejos de ella, mientras otros la empujan por el culo con sus mini-mocasines para que se impregne de la amarilla viscocidad.
            Empujones, gritos, una chica con síndrome de Down envuelta en restos digeridos de un perro y, entonces, los padres salen del país de la piruleta y observan el cuadro… corren hacia los chicos –nunca sabré si motivados por la ética o la vergüenza- y los reprimen protegiendo a la “pobre niña”, a la “niña tonta”… esos mismo padres que impiden a sus hijos dar de comer a la paloma con tumores. 

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