Éxtasis.
El flujo resbalaba por entre sus
dedos, pegajoso, húmedo y con olor penetrante… A medida que la excitación
cobraba fuerza la velocidad de sus falanges aceleraban el pulso, introduciendo
los dedos cada vez con más y más pasión, seguros, determinados, un dedo, dos
dedos, tres dedos… chorreaba de placer y el “chof, chof” característico invadía
no solo el espacio y el tiempo, sino también su alma: un estado sexual
metafísico que traspasaba los placeres carnales y daba justo en el centro del
espíritu, del universo entero comulgado con ese sujeto masturbatorio que poseía
en sus dedos el poder del orgasmo, un orgasmo que se resiste a llegar y obliga
a este muchacho a dar más brusquedad a sus movimientos digitales… es curioso
como cuanto más amas más bruscos pueden ser los gestos sensualmente tiernos… la
erección que sufría no terminaba de estallar y deseaba un clímax mutuo, a pesar
de saber que eso era imposible: no puedes levantar a la gloria una vagina de
madera.
Rasgaba, penetraba y pellizcaba con
sus dedos esas delicadas notas, esos suaves gemidos musicales que inundaban la
sala por completo… el líquido lechoso, casi como el del éxtasis masculino,
seguía baboseando sus dedos, devorándolos, apoderándose de ellos hasta el punto
de concederles vida propia, al margen del cuerpo y la mente que en un principio
los manejaba: se tornan los papeles y son ahora esas diminutas extremidades las
que dominan a su poseedor, las que le retuercen los ojos hasta dejarlos en
blanco y le obligan a babear de placer…
Así es, el clímax de la guitarra… el
músico con los ojos entrecerrados, nota como fluye la sangre, cortada por las
cuerdas del instrumento y es como si encontrado inmerso en una suerte de ritual
casi sádico, cuanto más aumenta el dolor por las yagas reventadas con más
pasión ejecutaba las canciones... sexo corre a nivel físico gracias a ese ocho
musical, Dios mismo es un juguete, un medio del placer anímico que padece este
hombre con el solfeo arrancado a esta madera musical.
Toca y toca, con los dedos
ensangrentados, hinchados, morados… no hay dinero para púas cuando vives al día
gracias a tu guitarra y la odias tanto que deseas destruirla contra el ampli,
pero te lo impide veces el hambre, más veces el amor: solo lo contradictorio e
inteligible es real.
Con la piel de sus dedos despellajada
en el suelo de ese escenario puesto por casualidad en un bar de borrachos,
donde los únicos alcohólicos sentados a la mesa se encuentran allí no por la
música –la aborrecen, les impiden oír sus propios egos-,sino por la cerveza y
el ron de saldo, el artista continúa camino del orgasmo que está a punto de
proporcionarle el do, el re, mi, el fa…
Hoy apenas cobrará: poca comisión de
una caja a penas inexistente… otra noche que pasará en la calle acurrucado
junto a su guitarra… pero ajeno a los borrachos, al dolor, al hambre, a una
distancia enorme del mundo y de sí mismo, el chico seguirá masturbando a su
amor de pino hasta que su corazón lo tumbe, hasta que sus dedos se engarroten… la
pasión huracanada de su arte le hace por unas horas sentir que vive.