Tacones extraños.
El pene estaba en su boca, aún a medio tragar: demasiado
peso para tanto “Reynold”, única manera de arrancarse su propio miembro sin
dolor, aunque quizás esa fue la excusa para tomar una droga que convierte la
realidad en un lienzo visto tras gafas empañadas, tan borroso que se difumina
hasta ser una imagen entre lo real y lo imaginario para desaparecer en la
memoria. Un lienzo en el que ella nunca fue pintor, sino detalle y donde el
pincel estaba movimentado por una mano invisible, pesada, inquisidora con un
dedo señalante e hipócrita que empuja su conciencia contra sí misma, la obliga
a observarse en un espejo valle-inclaniano en el que son ojos prestados quienes
miran al sujeto del otro lado, un individuo que no es ella, que tiene sombra de
barba y pelo en las tetas.
La pinga arrancada, no cortada… la desesperación tras
años de yo confuso convirtieron las tijeras en insuficientes: algo demasiado
limpio para un pellejo tan odiado… no… mejor los alicates, esos alicates rumbrientos,
únicos elementos machos permitidos en su caja de costuras, como si presajieran
el futuro de un marica demasiado pobre para operarse, demasiado débil para ser
ella. La principal fuente de ingresos provenía de la carga en el muelle de
cajas de pescados: el aroma de cargueros koreanos semipodridos se mezclaban con
carmín viejo y laca caducada en su peluca… un travesti que conservaba la fuerza
de su hombría –no hay dinero ni siquiera para las hormonas- y cuyos músuculos
autodespreciados por ser fieles al estereotipo varonil son los únicos capaces
de ponerle al día, tres comidas, tres platos, tres heridas… sus compañeros
confundían el cariño con la burla y la pena, profunda pena al maricón que
incomprendido por quienes amaba con el corazón, deseaba con la polla, fue
empujado al enclaustramiento del alma, porque cuando vives en un mundo donde los
demonios en lugar de rabos y cuernos son apetecibles como pasteles recién
sacados, el único refugio es el sagrario decrépito de un alma atrapada en
cuerpo ajeno. Compañeros de trabajo cuyos algunos de ellos la buscaban, la
adoraban, la deseaban en secreto hacia sus esposas en días de asueto…, sudor, cerveza
y oliento a dientes amarillos acompañaban sus lascivas actitudes… hombres
gordos, con bigotes sobreespesados y cadenas de oro en el pecho cuya educación
impuesta les impide tener loa suficiente
hombría para ser homosexuales: una educación que los empuja a buscarla a ella,
esquiva, oculta, estibador de día, putita de deseos bizarros en las madrugadas…
no hay tiempo para condones, si estás mojado ¿para que usar el paraguas? Desgarran
su ano dos, tres, a veces cuatro en una noche porque no es como ellos, porque no
es persona, porque solo es una esclava de satisfacción, un elemento más de la
noche, como el ron y el tabaco, un simple divertimento añadido en la marcha de
los excesos: la golpean en el culo, tiran de su pelo y la obligan a inhalar “popper”,
porque a menudo duele al entrar y la veslina no es suficiente… los escupitajos
van dirigidos a su cara, no a su culo, porque odian la carne que follan: ven en
esa albóndiga de cuerpo gastado y alma perdida al reflejo de quienes pudieron
ser y se sienten tan divinos por una sola noche, que el animal se mezcla con la
razón humana pariendo así una bestia, un engendruoso ser saturniano, voraz, que
engulle a su paso todo rastro de bondad en el mundo, en el humano, en esa puta,
rebajándola al nivel de la mierda que se queda a veces en sus putas tras el
orgasmo… Lo peor es que ella sonríe, porque mientras recibe esa violación
aceptada, por unas cuantas horas se siente mujer, él siente que es ella, que
cuando se mire de nuevo en el espejo ese es su verdadero ser, el de los labios
partidos por las hostias y el rimel corrido por el semen… su ser no es el de un
deseo paterno de fútbol y boxeo, sino el de tacones, secretariado y amor
transexualizado… un ser devorado por la realidad distorsionada de mentes
anacrónicas.
Fin de la mentira. Una pose última a lo diva: tacones
rematando sus peludas piernas, bragas manchadas por la amputación del pene –su primera
regla- y un traje estilo Marylin remangado hasta medio muslo… donde debería
haber un sujetador se encontraban pezones grotestacamente hincados por inyecciones
de silicona para el bricolaje… el pene, su pene –tan odiado el propio como
deseado los extraños- a medio tragar oculto por la sangre, la saliva y la
espuma: es su verdadera identidad comiendo el ancla que la ataba a la ficción…
Las sirenas sonarán cuando ya nadie pueda volver a despertarla, porque ahora dormida,
con sus venas cortadas, es cuando entra al sueño, ese espacio de la mente donde
los débiles, los cobardes se permiten surfear sobre la fantasía… cobardes y
débiles sin el valor de ser sí mismos, suicidados por nosotros, los
inquisidores hipócritas que convertimos la realidad en pesadilla, la realidad
en un cementerio de sepulcros blanqueados, donde únicamente permitimos el
desarrollo del “yo” siempre y cuando no descoordine con el “nosotros”.
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