Deseo.
Y cuando llego a casa me masturbo
oliendo un yogur con sabor a vainilla: así es su colonia cuando se mezcla con
el sudor apelmazado de varias horas de cacería por los pubs del puerto y con la
agonía de los aires acondicionados apagados para aumentar el consumo entre la
clientela, a veces, hasta cortan el agua fría para que los pastilleros
controlen su mandíbula con botellas de agua a tres euros la unidad. Su cuerpo
embadurnado en purpurina y maquillaje hacía recordar a una pata de cochino
impregnada en grasa dorándose en el calor del horno: lista para comerse,
sabrosa a la vista, orgasmo en el paladar.
Cada miércoles por la noche en el “Spirit”,
esa es la suerte de los fracasados, para ellos no existe “entre semana”, “día
laboral”: viven en un mundo que espera tan poco de ellos que sus aspiraciones
se reducen a objetivos totalmente despreciables hasta el punto de que si
consiguen un logro pasa de largo porque sus metas son hechos cotidianos para
quienes apuntan grande en la vida, para los soberbios con trabajos en oficinas
transitadas, bonovolúmenes con el asiento de los niños atrás, pisos de
escándalo con dos plantas y mujeres con tetas con pezones como galletas maría.
Los fracasados tenemos la suerte del paria: no nos desean, no nos invitan a
tediosas fiestas de cumpleaños porque somos amargados, glotones que terminamos
con la priva antes de que se soplen las velas, nos huyen por la calle
saltándose de la acera igual que cuando ves una cucaracha saliendo de la alcantarilla
con las alas abiertas por miedo a que pidamos dinero, cigarrillos o favores, favores que jamás nos
piden a nosotros porque saben de nuestra inutilidad, salvo para una cosa, esa
cosa, la cosa que extrañamente se nos da mejor que a nadie, como si Dios en su
infinito humor negro nos hubiera despojado a los vividores, a las garrapatas de
todo acceso más allá de la mediocritud, salvo en eso: colocar un enchufe sin
tener que bajar las palancas, arreglar una tostadora, cargar las sillas de
cuatro en cuatro… pequeñas heroicidades que solo sabemos hacer nosotros, los
fracasados, los asquerosos y que aun así te lo planteas y únicamente solicitas
nuestro don cuando no queda más remedio, cuando los chicos de vidas perfectas
están demasiado ocupados en sus picnis de domingo o en sus asaderos celebrando
ascensos, la entrada del hijo a la universidad o el quinto embarazo de una
esposa peinada, perfilada y bien vestida a cualquier hora, en cualquier
momento, como si son las tres de la madrugada, igual que las madres de los
desayunos en las pelis americanas… acudes a nosotros los fracasados porque ¿qué
es lo mejor que puedes interrumpirnos? ¿La sexta paja pensando en la vecina del
segundo?¿Otra cerveza viendo películas porno grabadas de la tele local?¿Que
tenga que ir al INEM a sellar la cartilla? Otro don de los fracasados es que la
ociosidad de nuestra vida –hace tiempo que le pegamos un tiro a la dignidad y
comenzamos a vivir de las limosnas, los engaños, la pena y la compasión de los
ingenuos- permite que siempre estemos disponibles: te ayudamos con nuestra
habilidad oculta, superheróica y ganamos unas monedillas con las que salir a
fumar, emborracharnos y esnifar si la chapuza ha sido más grande de lo normal.
Y este miércoles noche en el “Spirit”
no fue diferente: ella, con sabor a vainilla quedándoseme atrapada entre la
garganta y la nariz se me clavaba en los testículos como un deseo al que te
resistes a aceptar su imposibilidad. Nunca tuve el valor de acercarme a ella porque
siempre pensé que aunque fuera Clark Kent quien enamoró a Lois en el fondo era “Superman”
quien hizo que se quedara, por lo tanto me conformaba con mis putas del todo a
cien, las que entran a los bares a las 4 de la mañana cuando el camarero ya le está
dando la vuelta a los taburetes y no pueden servir copas de cristal por la
normativa… esas putas de todo a cien que buscan en los penes al amor de su
vida, al príncipe azul, al caballero que las libere del dragón y las rescate de
entre las paredes del castillo… un pene que las lleva a desayunar churros, les
limpian el chocolate y la baba de la barbilla con la dulzura más extrema que
jamás haya existido en el planeta y en cuanto descargan las bolas en su cara –a
veces dentro si tienen la suerte de que estén muy borrachas- negarán conocerlas
para siempre.
Pero esta noche hubo al distinto:
observé como se apretaba sin parar la nariz, como absorbía mocos imaginarios…
el cenit fue cuando vi el hilillo de sangre bajar hasta el labio inferior: esa
es mi oportunidad, lo supe porque los fracasados somos carroñeros que en caso
de no comer despojos de los leones sabemos distinguir quien es la presa más
débil.
-¿Una
raya?
Ni siquiera dije hola, ni siquiera
me presenté, ni siquiera busqué sutilezas: demasiadas noches entre adictos para
saber que la ternura es una utopía.
-O
dos…
Fuimos al baño: su puto olor a
vainilla me ponía tan cachondo que me fui acariciando el trajo todo el camino
hasta el retrete, imaginando todo lo que iba a hacerle, todo lo que se dejaría
hacer, todo aquello que se me había negado por derecho durante siglos… tan
cachondo que era probable que se me jodiera el asunto: el calzoncillo ya estaba
empezando a ponerse húmedo. Así que me contuve pensando en cachorritos muertos
para almorzar.
Con un gramo fue suficiente:
mientras cortaba con la visa vacía fue magreando sus pechos, besándole el
cuello, la oreja… habría ido directo al coño, pero cuando por fin dejas de
comer sobras de la mortadela y te encuentras con caviar rojo lo degustas lo que
puedes, largo tiempo creyendo que así jamás se acabará aunque sabes que tarde o
temprano volverás a enfrentarte con una nevera media vacía. La acariciaba, la
mordía, incluso me atreví a meterle un par de dedos aunque todavía estuviera un
poco seca.
Terminó de consumir. Me besó los
labios. “Gracias”. Se fue de allí y de nuevo en la barra me miraba como si
fuese la primera vez, con una indiferencia tan grande que por primera vez sentí
que un bicho me picaba la nuca, que el estómago me daba acidez, ¿haría
resucitado mi orgullo?
Y aquí estoy en el colchón,
masturbándome mientras huelo un yogur de vainilla sin arrepentirme de haberla
invitado a un poco de polvo, sin arrepentirme de haber esperado durante tres
horas en el aparcamiento, sin arrepentirme de haber manchado los zapatos de
sangre cuando la vi a solas.
Sueños
son.
No quiero despertar porque la vida
es más sencilla cuando los ojos están cerrados.
Quiero seguir durmiendo, embelesado
en mi propia fantasía, borracho de mentiras piadosos que suavizan el golpe del
alma con un sacho.
No quiero despertar en un mundo en
el que el futuro de mis hijos está escrito con la sangre coagulada de muchachos
de su misma edad, cojos, mancos, sumisos, jugando a fútbol con trapos de ropa
vieja que dono con las sobras, correteando ingenuos entre minas personales que
estallan furtivas como cazadores de sueños colgados sobre la almohada. No
quiero verme envuelto en un mundo donde mi coche se arranca con la muerte
homicida de cien niños en batalla, donde la obesidad es una burla negra en un
mundo famélico, donde el principio de mi bienestar se construye con los llantos
de mujeres violadas lejos, muy lejos, tan lejos que me convenzo de que son
patrañas inventadas por telediarios apestando en amarillo.
No quiero despertar en un mundo
donde se trafica con la enfermedad, se abona la codicia con el bienestar ajeno,
una calle plagada de luces porque las farmacias se anuncian con carteles de
neón verde iguales que puticlubs de periferia: la salud es un cuento de final
abierto, un negocio donde los medicamentos de colorines como golosinas encierran
la misma utilidad que pastillas de menta blancas.
No quiero despertar en un mundo
donde la infinita soberbia del ser humano le hace creer que puede convertir a
Dios en una galletita mojada en vino dulce los domingos, engullirlo como traga
su necesidad de dirigirse hacia ninguna parte, autocompadecerse pensando que
limpia sus pecados hablando entre susurros y tinieblas a un desconocido de
sotana que le gusta mirar por debajo de las faldas cuando nadie le mira y
piensa que su jefe se lo pasará por alto. Donde la asquerosa ingenuidad del
hombre le obliga a por lo menos una vez en la vida girar como un perro antes de
cagar alrededor de una piedra en medio del desierto, descomunal, impoluta,
aplastando con su ceguedad a los que giran en dirección opuesta. Donde su
necedad le fuerza a creer que limpia sus faltas, temores, flaquezas en un río
de aguas fecales, la alcantarilla más grande de toda Asia en la que santurrones
barbudos de melenas calvas oran en el agua donde flotan los cadáveres morados,
henchidos, follados de niñas impúberes con el coño desgarrado por el vicio de
viejos verdes con dotes salvadoras.
No quiero despertar en un mundo
donde los niños sueñan con llevar máscaras para ser héroes, en el que la verdad
es un gesto criminal y los engaños, cumplidos, besos a escondidas, venta de la
intimidad en las hondas se cotiza como petróleo sobre el parquet.
Prefiero seguir en coma profundo
caminando sin darme cuenta, anestesiado por el placer de la máquina
expendedora, del porno a un solo click, del sexo fácil gracias al amor vacío.
No quiero despertar en un mundo donde la tercera guerra mundial ya ha
comenzado: sus bombas son señores de puro, corbata y sonrisa de quirófano
hablando sobre el enemigo que jamás veremos, pero que según ellos se encuentra
en cada rincón como el hombre del saco acechando tras las ventanas… sus
disparos no son de plomo, sino de necesidad creada y la mayor muerte es el
suicidio del ego en favor de la masa, donde el premio es pasar desapercibido,
amansar a una mente privilegiada que se aburre en un mundo mediocre, callarla a
base de buenos polvos en un coche a cien por hora, coca ácida y botellines
frescos el viernes por la noche: encajar es el mejor premio, porque el topo que
sobresale se lleva siempre un martillazo.
No quiero despertar en un mundo que
ya no me pertenece que me asesinó hace tiempo, un mundo en el que los mayores
genocidios se hacen desde el sofá de casa matando al genio frente a la
pantalla.
La responsabilidad del mundo pesa
tanto que prefiero ser uno con la nada, mantener el sabor a sueño en mi boca
tras una siesta larga, perder mi derecho a ser un hombre: es más fácil
convertirme en marioneta y al fin despertar un día sabiendo que jamás estuve vivo.