Según el canon.
Los donuts tienen sabor a cloaca guarra: llevan tres días
escondidos en la cisterna del retrete porque su madre los guarda bajo llave…
está brutalizadamente gorda, así que su dieta se restringe a un régimen perenne
de revistas de famosas que la convierte en niña infeliz, en adolescente frustrada,
en adulta… los devora despacio, lentos, degustados, guardando el atracón final para
el clímax igual que un coito mecánico sin ganas ni emociones donde el único fin
común es eyacular: primero es como si derramase el polvo blanco como caspa caída
de un pelo sucio sobre la platina para prenderle calor con un mechero viejo a
medio gas, sacar el vaho, sentir los labios agrietándose, fumar el humo
ardiendo dejando que los ojos se rompan en cristalitos de agua, irritados en su
parte blanca con un mapa hacia ningún lado dibujado en venas rojas… quita el
celofán a la caja, descubre los tres dulces, corta un par de trozos del primero
los lame, los palpa, los muerde suaves dejándolos sobre la lengua sintiendo
como se derrite el chocolate inundando su boca en placer puro… el segundo lo mastica
en dos o tres bocados y con el tercero juega a ser oca tragándolo casi sin
morder.
Su cerebro está empapado de felicidad enlatada: sentada
con las bragas por los tobillos por si se caga del gusto, descansa desahogada
sobre la taza con los brazos en cruz mitad por el placer, mitad porque las
lorzas le impiden juntar los sobacos… pero el remordimiento es como ámbar
fresco en un árbol que por muy lento que se deslice no puedes escapar de él si
aún sigues en el árbol: tarde o temprano la conciencia te muerde las sienes,
golpea tu frente, da un sabor agrio a tu garganta y llega el dolor pasado,
porque las heridas de antes se hacen fuertes con las cicatrices de ahora.
La caja a un lado, la golosina en el paladar, la grasa en
el estómago… y el gusto a donde van los silencios de las notas que se quedan sin
tocar: ahora solo queda la culpa y una niña de trece años que se tiene asco,
que se odia, que se refugia comiendo para olvidarse de su fealdad recurre a las
hojillas de papi para aliviar su conciencia… quizás los cortes la calmen, la
consuelen, la purguen, porque cuando el placer se queda insuficiente el dolor puede
sustituirlo: todo se sustenta en su contrario del modo que el significado de la
palabra se descubre solo por su antónimo… pero en esta ocasión no da resultado:
lo único que consigue con las hojillas es manchar de sangre el lavamanos y
sumar al ardor de la ira contra su imagen el ardor del pica-pica de las
muñecas.
Lanza la cuchilla de afeitar contra el plato de ducha y
se detesta más aún por su estupidez, no por haber intentado automutilarse, sino
por no utilizar un cuchillo: habría podido cortar más carne.
Llora con desesperación, desconsolada, se clava las uñas
en las mejillas, las entierra fuertes, dulces, firmes, las arrastra por la cara
igual que los rastrillos recogiendo hojas secas en la plaza y logra sacarse
pequeñas gotas de sangre que se derraman elegantes hasta el cuello… un chillido
sordo, interno, bajo parecido al de las ratas asustadas a punto de entrar en la
pelea le sirve de coro en su locura, en su huida abortada, en su cansancio
anímico… por suerte los dedos no son –por ahora- muy rollizos: vuelve al
retrete… se inclina casi hasta tocar el agua del fondo… se mete el índice y el
corazón hasta tocarse la campanilla… el vómito cae desde la boca y pasa el
sabor a chocolate, a bizcocho y a desprecio: ahora la hiel los sustituye y
saltan lágrimas negras por un rímel prematuro con cada envestida de los dedos
pinchando de nuevo el esófago… agotada… derrotada… humillada… feliz por un par
de minutos.
Se levanta del inodoro, se acerca al chorro y mira al
espejo que odio frente al que se cepilla su pelo amarillo-grasa antes de ir al
instituto… ¿odia al espejo por burlarse de ella con ideas falsas sobre moda y
complementos capilares o más bien detesta su imagen porque es más poderosa que
su dueña, como una sombra que se descose de la pared y estrangula al cuerpo que
le dio la vida?
Se mira un par de minutos y sin furia, rabia ni dolor –le
domina la indiferencia como a quien no asume que a su hijo lo acaba de
atropellar un camión en sus narices- lanza un puñetazo contra el cristal… las
heridas del nudillo por fin parece que le dan un respiro y logra consolarse al
menos mientras mira los trozos del suelo… unos trozos grandes… unos trozos
afortunadamente dentados… unos trozos capaces de quitarle pedazos de las
chichas: así perdería peso y entonces quizás papá, como cuando era pequeñita,
tenga ganas de follársela otra vez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario