martes, 20 de agosto de 2013

Escrito (20/8/2013)

Poesía de la locura.
            Todo comenzó en los tiempos desquiciados donde el placer se confundía con la humillación. Vender la esencia a precio de saldo fu su pecado, su hipoteca al mañana sellada con lágrimas que nunca se dejaron escapar, secas por la materia.
            De aquella noche todo lo destruyó salvo el teclado al que se aferra como un salvavidas sin aire: es inútil, nunca conseguirá devolverlo a la superficie, pero igual que un niño defendiéndose del hombre del saco con un peluche sin vida, despelusado y hediendo a húmedo, suelda su alma al instrumento pensando que tal vez así el “do, re, mi” de su inocencia pueda trasportarlo a un donde seguro cuando la muerte solo eran mentiras de viejos y el dolor se reducía a pies descalzos pisando piezas de lego.
            Ocho billetes de cien recién planchados… Tres penes erectos reluciendo suciedad… … tres condones desenrollados y solo dos rellenos: Murphy es un duendecillo travieso que se lo pasa bien robando el oro de los pobres… un artista polivalente llenando la nevera gracias a sus teclas, su máquina de coser, su brocha fina pasando por temporadas de desesperación y creatividad oculta desafiado por el hambre, la tentación y el demonio en búsqueda de maricas desesperados, un demonio que astuto dejó los cuernos colgados en el perchero del infierno y se disfrazó con carteras llenas, culos apretados, soluciones rápidas… tres viejos, “maduritos interesantes” con pasta se ofrecen a pagar un mes de alquiler, un piano nuevo y un par de partituras clásicas, a cambio solo una corrida por cabeza y silencio tan espeso como los charcos de esperma en una alfombra persa. El trato es simple y tan solo sería una vez, jamás lo había hecho, nunca volvería a repetirse, es un hombre íntegro que demasiadas veces cambió la creatividad de la aguja por la tosquedad del martillo: por una vez elegiría el “easy mode”. Pero a la integridad le basta un único patinazo diminuto para desnucarse escaleras abajo: el mal sobrevive galopando en un charco de aceite porqué vive acostumbrada a ahogarse en su propia fatuidad, pero la honestidad es demasiado orgullosa, tanto como una mujer despechada a la que una única, primera, irrepetible traición le sobra para desear vengarse y el SIDA no parece una mala opción de vendetta.
            Le dan seis meses, seis años, seis días… depende de la ineptitud del médico el tiempo varía, pero se la suda, porque lo único que puede aliviarlo una migaja no son quinielas de chamanes pedantes por haberse leído un par de libros más que el brujo de una tribu descalza: es aporrear iracundo el teclado comprado con cheques de salud al portador, soñando con que el odio de sus blancas, de sus negras llegue hasta la butaca del auditorio donde se sienta embelesado su verdugo, soñando con que en el salón del vampiro cuelgue su lienzo pintado con esputos, soñando con que la bufanda cosida con la sangre infectada de sus yagas ahorque el cuello de su guadaña… el poder del artista con una causa supera la letalidad de los ejércitos: por eso los chicos del sofá que raptan la libertad de los países, entierran sus urnas, amordazan a sus intelectuales, lo que queman son libros, partituras y periódicos, nunca videoconsolas de última generación o botellas de whiskey barato.

            El sudor sella la marca de su culo a una butaca desatornillada: es la hora del almuerzo. Abre la nevera y solamente un desayuno, un almuerzo, una cena… un melocotón, una caja de magdalenas, un yogur de crema: la enfermedad vuelve los estómagos débiles, caprichosos y atrofiados… es de noche y la primera cucharada le resulta tan simple, tan inocente, tan libre de juicio, culpa o amargor que durante unos segundos el mundo no es más que una línea dibujándose desde el final sin el peso de tener que dirigirse hacia ningún lado en concreto: tan solo tejer sin patrones, tocar sin pentagramas, pintar sin marcos… Y dejándose abducir entre las notas expectantes de Ludwig, Ludovico y Lee Ru-Ma, agradece a lo miserable de su estado que por fin haya aprendido a valorar el sabor tan dulce de lo insignificantemente cercano.

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