Poesía
de la locura.
Todo comenzó en los tiempos
desquiciados donde el placer se confundía con la humillación. Vender la esencia
a precio de saldo fu su pecado, su hipoteca al mañana sellada con lágrimas que
nunca se dejaron escapar, secas por la materia.
De aquella noche todo lo destruyó
salvo el teclado al que se aferra como un salvavidas sin aire: es inútil, nunca
conseguirá devolverlo a la superficie, pero igual que un niño defendiéndose del
hombre del saco con un peluche sin vida, despelusado y hediendo a húmedo,
suelda su alma al instrumento pensando que tal vez así el “do, re, mi” de su
inocencia pueda trasportarlo a un donde seguro cuando la muerte solo eran
mentiras de viejos y el dolor se reducía a pies descalzos pisando piezas de
lego.
Ocho billetes de cien recién planchados…
Tres penes erectos reluciendo suciedad… … tres condones desenrollados y solo
dos rellenos: Murphy es un duendecillo travieso que se lo pasa bien robando el
oro de los pobres… un artista polivalente llenando la nevera gracias a sus
teclas, su máquina de coser, su brocha fina pasando por temporadas de
desesperación y creatividad oculta desafiado por el hambre, la tentación y el
demonio en búsqueda de maricas desesperados, un demonio que astuto dejó los
cuernos colgados en el perchero del infierno y se disfrazó con carteras llenas,
culos apretados, soluciones rápidas… tres viejos, “maduritos interesantes” con
pasta se ofrecen a pagar un mes de alquiler, un piano nuevo y un par de
partituras clásicas, a cambio solo una corrida por cabeza y silencio tan espeso
como los charcos de esperma en una alfombra persa. El trato es simple y tan
solo sería una vez, jamás lo había hecho, nunca volvería a repetirse, es un hombre
íntegro que demasiadas veces cambió la creatividad de la aguja por la tosquedad
del martillo: por una vez elegiría el “easy mode”. Pero a la integridad le
basta un único patinazo diminuto para desnucarse escaleras abajo: el mal
sobrevive galopando en un charco de aceite porqué vive acostumbrada a ahogarse
en su propia fatuidad, pero la honestidad es demasiado orgullosa, tanto como
una mujer despechada a la que una única, primera, irrepetible traición le sobra
para desear vengarse y el SIDA no parece una mala opción de vendetta.
Le dan seis meses, seis años, seis
días… depende de la ineptitud del médico el tiempo varía, pero se la suda,
porque lo único que puede aliviarlo una migaja no son quinielas de chamanes
pedantes por haberse leído un par de libros más que el brujo de una tribu
descalza: es aporrear iracundo el teclado comprado con cheques de salud al
portador, soñando con que el odio de sus blancas, de sus negras llegue hasta la
butaca del auditorio donde se sienta embelesado su verdugo, soñando con que en el
salón del vampiro cuelgue su lienzo pintado con esputos, soñando con que la
bufanda cosida con la sangre infectada de sus yagas ahorque el cuello de su
guadaña… el poder del artista con una causa supera la letalidad de los
ejércitos: por eso los chicos del sofá que raptan la libertad de los países,
entierran sus urnas, amordazan a sus intelectuales, lo que queman son libros,
partituras y periódicos, nunca videoconsolas de última generación o botellas de
whiskey barato.
El sudor sella la marca de su culo a
una butaca desatornillada: es la hora del almuerzo. Abre la nevera y solamente
un desayuno, un almuerzo, una cena… un melocotón, una caja de magdalenas, un
yogur de crema: la enfermedad vuelve los estómagos débiles, caprichosos y
atrofiados… es de noche y la primera cucharada le resulta tan simple, tan
inocente, tan libre de juicio, culpa o amargor que durante unos segundos el
mundo no es más que una línea dibujándose desde el final sin el peso de tener que
dirigirse hacia ningún lado en concreto: tan solo tejer sin patrones, tocar sin
pentagramas, pintar sin marcos… Y dejándose abducir entre las notas expectantes
de Ludwig, Ludovico y Lee Ru-Ma, agradece a lo miserable de su estado que por
fin haya aprendido a valorar el sabor tan dulce de lo insignificantemente
cercano.
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