lunes, 5 de agosto de 2013

Escrito (5/8/2013)

Vuelta al mundo.
            Babeada… hinchada… temblorosa… su amante le acerca el cuaderno y con la mano que le sobra apunta “Shangai”: cada día un nuevo destino, un nuevo objetivo, un nuevo peldaño, pero por la noche de nuevo la puta sopa de sobre con sabor a pollo devolviéndola a la realidad, como si en la cocina del hospital no tuvieran más que hoyas y agua hirviendo para hacer de comer.
            Al principio se entretenía dejándose pasear por jardín, viendo como su pareja le lanzaba migajas de pan a las palomas, pero poco a poco les fue cogiendo asco, no tanto por estar cargadas de enfermedades como un condón usado por folladores sifilíticos, sino por culpa de su actitud humillada, arrastrada, conformista de abandonar el palco privilegiado del cielo a cambio de unos trozos de pan sucio lanzados mecánicamente por su novia: la única ilusión es su secreta venganza de saber que en algún parque cerca o lejos de la clínica un par de viejos les estarían echando millo crudo con los que podrían atragantarse… las odia porque se burlan de ella quedándose junto a su silla de ruedas comiendo migas de pan duro que no las quieren ni los pescadores para luchar contra los lenguados en lugar de volar libres de un punto a otro de los que escribe en su libreta.
            El ictus la atacó de imprevisto, a traición, sin avisar igual que un parto sietemesino en medio de la playa: preparaba huevos fritos con la yema hecha por ambos lados –a su chica le repugnaba ver derramarse el líquido naranja- mientras escuchaba un poco de música antigua, en cassette, distraída por el sol que atravesaba la ventana sin calor, solamente luz fingida cargando polvo a sus espaldas… un dolor en el brazo izquierdo, presión en las sienes, desmayo y ambulancia: todo lo demás son tres meses de agónica, espesa y caracólica rehabilitación.
La mirada está perdida, las llagas como cabezas de champiñón se reparten por los muslos inútiles soldados a la silla y escucha a su pareja discutiendo con su madre sobre cómo peinarla, que ropa ponerle por la mañana, cada cuanto tiempo deben cortarle las uñas y ducharla… no existe mayor vergüenza para el ego que convertirse en imposibles las actividades más triviales: ni si quiera la han cosificado, porque a una muñeca basta con quitarle el polvo y cambiarle de vestiditos; más que en un objeto la han transformado en un ficus, peor, un cactus al que solo riegas cuando te viene a la memoria porque ves amarillento y sin púas… ya nadie se preocupa por leerle alguno de sus viejos libros, por contarle novedades de la oficina, por ponerle los c.ds. de Tarrus Riley que le ayudaban a vencer su cerebro envenenado por la enfermedad… ahora todo se reduce a limpieza, alimentación y medicinas… luz, riego y abono.
Huele a mierda. Es la segunda vez hoy. Se ha vuelto a cagar encima… su novia la lleva hasta el baño del cuarto y la cambia: le baja las bragas igual que hacía hasta hace no demasiadas semanas para comerle el coño, pero esta vez para limpiarle el culo, cambiarle la muda y vestirla con pantalones limpios… ambas formas son una expresión de amor, pero la segunda es más profunda: cuando amas, cuando amas de verdad, sin genitales ni románticas invenciones de menopáusicas hambrientas, sino cuando amas con verdadera devoción incondicional, los besos, las caricias son detalles anecdóticos e inusuales que se dan de forma aislada, porque los detalles que más demuestran el amor son llevarle un vaso de agua a las tres de la mañana, quedarte semidormido en su hombro viendo una serie que detestas o mancharte las manos con su mierda recién hecha al tiempo que sonríes y le hablas de lo bien que van a pasarlo cuando salga de la clínica y den la vuelta al mundo.
Salen del retrete y en la mesa, al lado de la jodida sopa, su novia ve una fiambrera olvidada desde por la mañana.
-¡Ay, mira! Mamá te hizo galletitas, de las que te gustan, con canela y fresas.
            Saca del recipiente una golosina humorísticamente grande, una cabeza a tamaño prácticamente natural, solo que en dos dimensiones –o en tres muy pequeñitas- en forma de carita sonriente con un lacito de chocolate en los pelos de merengue.
-Mira, es una niña feliz –dice ilusionada.
            Casi sin mirarla, la de la silla, la coge y la vuelve a dejar en la mesa.
-Desmigájala y dásela a las putas palomas del jardín –dice entre irónica y cansada.
-No seas así… apenas puedes hablar y solo lo haces para insultar, de mal humor.
            ¿Y qué coño quiere? Ella no es una puta paloma, ella no se conforma con migajas, ella no acepta galletas infantiles que le invitan a cortarse las alas… quiere su vida, su esencia, su integridad… quiere poder sonreír ella misma, desnudar a su esposa, conducir la caravana por Tokio, Madrid, Cali…
-Sabes que nunca vamos a dar la vuelta al mundo, por muchas ciudades que apunte en el cuaderno, no hasta que me cure al menos.

-Tú sigue apuntando que por lo menos mueves la muñeca.

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