Vuelta al mundo.
Babeada… hinchada… temblorosa… su amante le acerca el
cuaderno y con la mano que le sobra apunta “Shangai”: cada día un nuevo
destino, un nuevo objetivo, un nuevo peldaño, pero por la noche de nuevo la
puta sopa de sobre con sabor a pollo devolviéndola a la realidad, como si en la
cocina del hospital no tuvieran más que hoyas y agua hirviendo para hacer de
comer.
Al principio se entretenía dejándose pasear por jardín, viendo
como su pareja le lanzaba migajas de pan a las palomas, pero poco a poco les
fue cogiendo asco, no tanto por estar cargadas de enfermedades como un condón
usado por folladores sifilíticos, sino por culpa de su actitud humillada,
arrastrada, conformista de abandonar el palco privilegiado del cielo a cambio
de unos trozos de pan sucio lanzados mecánicamente por su novia: la única
ilusión es su secreta venganza de saber que en algún parque cerca o lejos de la
clínica un par de viejos les estarían echando millo crudo con los que podrían
atragantarse… las odia porque se burlan de ella quedándose junto a su silla de
ruedas comiendo migas de pan duro que no las quieren ni los pescadores para
luchar contra los lenguados en lugar de volar libres de un punto a otro de los
que escribe en su libreta.
El ictus la atacó de imprevisto, a traición, sin avisar
igual que un parto sietemesino en medio de la playa: preparaba huevos fritos
con la yema hecha por ambos lados –a su chica le repugnaba ver derramarse el
líquido naranja- mientras escuchaba un poco de música antigua, en cassette, distraída
por el sol que atravesaba la ventana sin calor, solamente luz fingida cargando
polvo a sus espaldas… un dolor en el brazo izquierdo, presión en las sienes,
desmayo y ambulancia: todo lo demás son tres meses de agónica, espesa y
caracólica rehabilitación.
La
mirada está perdida, las llagas como cabezas de champiñón se reparten por los
muslos inútiles soldados a la silla y escucha a su pareja discutiendo con su
madre sobre cómo peinarla, que ropa ponerle por la mañana, cada cuanto tiempo
deben cortarle las uñas y ducharla… no existe mayor vergüenza para el ego que convertirse
en imposibles las actividades más triviales: ni si quiera la han cosificado,
porque a una muñeca basta con quitarle el polvo y cambiarle de vestiditos; más
que en un objeto la han transformado en un ficus, peor, un cactus al que solo
riegas cuando te viene a la memoria porque ves amarillento y sin púas… ya nadie
se preocupa por leerle alguno de sus viejos libros, por contarle novedades de
la oficina, por ponerle los c.ds. de Tarrus Riley que le ayudaban a vencer su
cerebro envenenado por la enfermedad… ahora todo se reduce a limpieza,
alimentación y medicinas… luz, riego y abono.
Huele
a mierda. Es la segunda vez hoy. Se ha vuelto a cagar encima… su novia la lleva
hasta el baño del cuarto y la cambia: le baja las bragas igual que hacía hasta
hace no demasiadas semanas para comerle el coño, pero esta vez para limpiarle
el culo, cambiarle la muda y vestirla con pantalones limpios… ambas formas son
una expresión de amor, pero la segunda es más profunda: cuando amas, cuando
amas de verdad, sin genitales ni románticas invenciones de menopáusicas
hambrientas, sino cuando amas con verdadera devoción incondicional, los besos, las
caricias son detalles anecdóticos e inusuales que se dan de forma aislada, porque
los detalles que más demuestran el amor son llevarle un vaso de agua a las tres
de la mañana, quedarte semidormido en su hombro viendo una serie que detestas o
mancharte las manos con su mierda recién hecha al tiempo que sonríes y le
hablas de lo bien que van a pasarlo cuando salga de la clínica y den la vuelta
al mundo.
Salen
del retrete y en la mesa, al lado de la jodida sopa, su novia ve una fiambrera
olvidada desde por la mañana.
-¡Ay, mira! Mamá te hizo
galletitas, de las que te gustan, con canela y fresas.
Saca del recipiente una golosina humorísticamente grande,
una cabeza a tamaño prácticamente natural, solo que en dos dimensiones –o en
tres muy pequeñitas- en forma de carita sonriente con un lacito de chocolate en
los pelos de merengue.
-Mira, es una niña
feliz –dice ilusionada.
Casi sin mirarla, la de la silla, la coge y la vuelve a
dejar en la mesa.
-Desmigájala y dásela a
las putas palomas del jardín –dice entre irónica y cansada.
-No seas así… apenas
puedes hablar y solo lo haces para insultar, de mal humor.
¿Y qué coño quiere? Ella no es una puta paloma, ella no
se conforma con migajas, ella no acepta galletas infantiles que le invitan a
cortarse las alas… quiere su vida, su esencia, su integridad… quiere poder
sonreír ella misma, desnudar a su esposa, conducir la caravana por Tokio,
Madrid, Cali…
-Sabes que nunca vamos
a dar la vuelta al mundo, por muchas ciudades que apunte en el cuaderno, no
hasta que me cure al menos.
-Tú sigue apuntando que
por lo menos mueves la muñeca.
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