Te amo, pero mejor aún,
compartimos.
Porque el dolor es siempre más intenso en el recuerdo
porque a la memoria no se la puede aliviar con mercromina. Dos líneas estriadas
de carne sobresaliente se pasean por sus omoplatos dormidos, astillados por
imágenes a ráfagas de su infancia atrapada en un bote de cristal ahumado desde
donde la huida hacia mañana jamás se vislumbró.
Quizás acomplejado por una cojera incipientemente
notable, frustrado por rehén en un puesto de trabajo que lo inundaba de órdenes
humillantes o simplemente por seguir la tradición de dolor y abusos comenzada
por el abuelo, porque las espirales son el camino preferido por los cobardes
que se niegan a despertar en nuevos andenes, golpeaba al chico cada dos o tres
noches con un cinto de cuero fino, negro, salpicado de rojo, sin borracheras,
sin drogas, sin excusas: simplemente cada dos o tres días entraba al cuarto con
el cinturón y machaba la espalda de su hijo obligándole a quitarse la blusa –los
escudos son para maricas- viendo como pequeños trocitos de carne saltaban sobre
el colchón igual que pulgas divertidas jugueteando encima del lomo de un
bulldog… al principio hubieron gritos, lágrimas, incomprensión, pero con el
tiempo asumes un dolor que se avecina puntual como el té de los ingleses y lo
soportas estoico tratando de engañarte pensando que sufrir es un regalo que te
envían los titanes para que tarde o temprano acabes pareciéndote a uno de
ellos: deseas ingresar en el club de los superhombres, cuando en el fondo lo
único que te gustaría es salir corriendo hasta la mitad del parque, dejar
somnolientos tus ojos de cachorro llorón y que te de un abrazo sucio de sudor
rancio cualquier anónimo porque solo recobramos nuestra fe cuando los renglones
más hermosos no los escriben Darío o Lorca, sino que se dibujan en textos de hojas
amarillas firmados por autores desconocidos… Pero un chaval de sietes años
moqueando en el centro de la acera pasa desapercibido –tendrá mimo, se habrá
caído de la bici, no encuentra a su muñeco- y los lloros poco a poco se apagan
silenciosos mientras los chasquidos del cinto empapan la oscuridad del cuarto.
Pero ahora ya es adulto… ahora no busca quien lo abrace…
ahora su fe está donde los hijos que nunca nacerán y se permite lagrimar boca
abajo desnudo en el centro de la sábana no porque aún le ardan los cintazos –las
heridas jamás cicatrizan, solamente cambian de forma, de lugar, de momento-, sino
por intentar comprender el salvajismo vacío de su padre, la abominable
indiferencia de su madre: creció viendo pelis de familias idílicas con un papá
de corbata, gomina y dientes completos trinchando el pavo en una mesa larga
como el desierto del Coyote acompañado por una mujer que se levanta ya peinada
con cuerpo de actriz porno preparando tortitas con mermelada y sirope a tres
hijos sanos, rubios –siempre muy rubios- y felices mientras la guagua del cole
los espera justo en la entrada de la casa… cuando la fantasía se instala en la
obsesión de un cráneo desconsolado su peor tortura es vivir la realidad
desencajada… para la ilusión rota no existe peor veneno que una imaginación
descontrolada.
Empapa la colcha con su llanto, roto, retorciéndose como
una serpiente atrapada en la boca de un zorro… y de repente nota sus dedos calmando
la cicatriz en relieve que dibuja su lomo sin caricias: uñas postizas, pechos
operados, pene descomunalmente grande, como si la naturaleza quisiera ahondar
más en la burla, insatisfecha con solo reírse de ella cuando la condenó a una
cárcel de varón.
Se asusta y gira agarrando con aterrorizada furia la
muñeca –a los perros que castigan demasiado siempre muerden la mano que se
acerca con cariño- y como recién despertado de un sueño demasiado realista le
toca la cara con un dedo para asegurarse de que realmente es su compañera, su
atalaya, su muleta.
-Otra vez te quedaste
dormido llorando.
-La memoria… ojalá
olvidar fuese una opción, no una lacra.
Se miran… se observan… se escudriñan… le comienza a rozar
las mejillas con la lengua para pasar a los labios, besarle, morderle,
devorarle: suelen hacer el amor vestidos porque él no supera la barrera del
pene, porque siempre le gustaron las mujeres cien por cien, porque siempre fue
incapaz de tomar al sexo como un plus en la unión sin importar los genitales…
ella lo comprende, porque donde existe verdadera complicidad, motivación y
entendimiento follar trasciende un par de puntos por delante de la penetración
y amarse pasa a un segundo, quinto, décimo plano en la pareja… la relación
basada en el amor se hunde por el peso de un sentimiento caduco, inperenne,
inestable, porque el amor se va gastando como la lija raspando madera vieja, se
estanca igual que lluvia retenida en una carretera socavada, porque el amor no
es más que química reaccionando en una pila de carnes y huesos débiles que se
rompen al contacto de un cinturón de cuero… pero cuando dos desgraciados cargados
de cicatrices se encuentran por coincidencia en la cuarta dimensión y se unen
no por amor, sino por verdadera necesidad el uno del otro gracias al dolor
común de un pasado paralelo surge la compenetración que deja al precio del amor
y todas sus mariposas de mierda en el estómago a la misma altura que el de una
servilleta en la fábrica de “Kleenex”.
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