Intimidad.
Sudado… borracho… pringado en semen
y flujo se queda apoyado contra un pubis suave, aterciopelado, oliendo un poco a
orines: con la cabeza apoyada sobre su vagina la mira a través del retrovisor y
siente un profundo asco igual que un gordo a régimen justo después de haberse
atracado a bollos escondido en la despensa… se coloca unas bragas salpicas en
sangre –lo han hecho con la regla para poder correrse dentro- mientras pide
disculpas por dejar manchada la tapicería. El coche todavía huele a nuevo, ese
hedor que se adhiere a la garganta, nauseabundo, mareante, apestando como la
tinta de un bolígrafo que acaba de estallar y encima se junta con el aroma
penetrante de los coágulos menstruales: se repugna, tiene ganas de ahorcarla
por recordarle que anda atrapado en un laberinto con forma espirílica, en el
que hace tiempo abandonó su punto de partida inicial moviéndose con pupilas
vacías tropezando, cambiándose de las manos de un promotor insatisfascible al
coño de una fan ninfómana cuya mayor aspiración es poder decir que acabo en la
cama del guitarrista, enseñar las tetas en las páginas centrales de alguna
revista de prensa rosa y por fin acabar pariendo al hijo bastardo de cualquiera
de los miembros del grupo, porque en una noche de cama redonda, música y
desmadre, el tópico del “sexo, alcohol y drogas” toma un cínico sentido del
humor: cuatro miembros en la banda, cuatro eyaculaciones en un útero macerado,
una ruleta rusa en el hospital materno-infantil donde las pruebas decidirán a
quien le toca el bombo, financiar los biberones, pasar una trasferencia con “asunto:
pañales nuevos”.
Se corrió, ella no, a quien le
importa… ella está apenas a uno, máximo dos escalones por encima del onanismo,
un pedazo de carne con el que saciar el hambre del ya, un entretenimiento vacío
de morbo igual que tumbar cartas bocarriba en una partida de “black-jack” sin
apuestas: placer mecánico donde el sexo se reduce a una serie de empujones,
gritos y fluidos en el que las emociones se quedan aparcadas en doble fila con
los intermitentes encendidos rezando para que nadie vuelva a atropellarlas y esperar
aterrorizado el momento en el que otra vez deba salir de caza los apetitos son
termitas insistentes que devoran la voluntad hecha de madera, regresando
siempre sin ser invitados para torturar a un músico débil que hace tiempo probó
el amor, luego el abandono y más tarde polvos promiscuos para olvidar, sin
resultado… se ha jurado en dos, tres, quince mil ocasiones que nunca volverá a
pasar que la de hoy es la última que la llamará a ella, a la de verdad, a su
Eva en cuanto se le pase la borrachera, pero unos huevos cargados a menudo son
capaces de amordazar, amarrar y apalear al amor: nueva actuación, nueva chica,
nueva oportunidad… el cubata, el pecho operado, el ego gritón hacen el resto.
Se levanta y un gancho de izquierda invisible
le sacude justo por debajo de la cien, le tira contra la barriga tatuada de la
grupi, le obliga a vomitar el poco líquido que mantiene en las tripas… la
muchacha lo empuja asqueado mientras con una toallita se limpia los restos secos,
blanquecinos y agrietados que se derramaron por su cara en el segundo
encuentro, las toallitas húmedas suelen ser tan inútiles como la parte azul de
las gomas del colegio: borran todo salvo la vergüenza.
Buen bolo… buen dinero… buen público…
todo sería perfecto salvo porque ella todavía sigue ahí: desea que se vaya, que
nunca vuelva, que en el fondo todo haya sido un sueño demasiado realista donde
los fantasmas regresan a su guarida justo al encenderse la lámpara de la mesita.
Con los espectadores le pasa igual: un grupo de gilipollas donde la mayoría van
al negocio no tanto por su arte, sino para inflarse al 2x1 en la hora feliz,
atiborrarse de manises rancios y gratuitos y ver si ellos también pueden
conseguir a alguna chica, normalmente gracias al efecto rebote de las
rechazadas por los divos del escenario… si no fuese un gandul, un inservible,
un flaco sin fuerzas para cargar bloques de cemento, cajas de frutas o pizzas a
domicilio, habría encontrado hace tiempo un trabajo de mierda para personas
mediocres, en las que pasaría tan desapercibido entre los vecinos como una
pulga recién llegada hasta el lomo de un perro callejero… entonces no sería nadie,
no tendría que follarse a un tía distinta cada noche, no habrían interminables
giras por provincias: viviría en algún cuarto alquilado con cama, escritorio y
armario, llenando solo media nevera con un curro de media jornada y el resto
del tiempo estaría tocando para sí mismo, unas pocas veces para aquella puta
que lo botó como a una tirita cuando el corte está curado, rasgaría las notas como
gatos afilándose las garras en el sofá nuevo de cuero, el whiskey lo tomaría
solamente por voluntad propia y no para crear una nebulosa espesa y blancuzca
como la leche demasiado aguada entre él y los idiotas que van al bar para
colocarse mientras ignoran a uno de los mejores guitarristas semidesconocidos
de la edad contemporánea… si su guitarra no le pagara la luz, el agua y la
gasolina, por fin podría hacer música.
-¿Me
llevas a casa?
-Toma.
Casi se había olvidado de ella: a
veces desearía que el semen tuviera algún tipo de toxina que dejase a las
mujeres mudas una vez que te has corrido… le alarga a la chica tres billetes de
10, llama a un taxi, cierra la puerta de golpe cuando intenta darle un beso de
despedida... por fin a solas con sus cuerdas, con su madera, con su púa… han
pasado diez minutos desde que esa desconocida de pelo sedoso y largo hasta las
nalgas lo ha dejado en paz: todo está preparado…
Los primeros acordes se despiertan a
las 7:00 cuando el sol vuelve de juerga, los ojos se aprietan tanto que desea
que las lágrimas fuesen cola de carpintero para no tener que regresar jamás,
los cristales del coche están totalmente cerrados menos una rendija por la que asoma
la punta de la manguera: el otro extremo está colocado en el interior del tubo
de escape… enciende el contacto… suena la mejor balada de rock que se conoce
desde “Is this love?”… por fin está tocando música.
No hay comentarios:
Publicar un comentario