domingo, 12 de mayo de 2013

Escrito (12/5/2013)


Los genes de la guerra.

            Los excrementos se le habían desparramado por entre los órganos, tripas y abdominales abultándole la barriga, dándole aspecto a su vientre de chicle “Bubaloo”, pero relleno con mierda en lugar de fresa… Su pulmón izquierdo empezaba a crecer de nuevo, pero jamás pasaría del tamaño de una mandarina: ya desde la bronquitis ese lado quedó muy afectado y cuando se convirtió en pulmonía apenas existió marcha atrás… Unos pequeños ojos que se entreabren, se entrecierran, igual que cuando el sol golpea contra las rocas de la barra y te obliga a cubrirte con la mano… unos ojos que conservan su mirada, fuerte, orgullosa, con toques de infantil ilusión e inocencia, la mirada de un chico que vive con su madre, ve a su novia los fines de semana y algún que otro martes, que suda con el sacho arreglando los jardines del ayuntamiento y que se siente campeón e incluso algo más grande: un guerrero. Termina sus turnos y apenas come un sandwich o una fruta para no cortar la digestión cuando esté en el gimnasio… entra al dojo, se ajusta las vendas, se enfunda el bucal, coloca sus tobilleras y comienza el sueño hecho carne, el espacio dulce de una vida por lo demás ni agria ni bella, sino sosesaga, apacible, tranquila… triste e insulsa si no fuera por las discusiones con ella, por las caricias, coscorrones y besos de sus hijos y una vida inapetecible si no fuera por el kickboxing… talento, voluntad y forma física de ser un campeón mundial si no tuviera que ganar el sueldo con la rosa y el hierro, si viviese en un país que reconociera el esfuerzo no solo de deportes con balón ni que encumbrara a héroes a comemierdas del corazón que tienen la supina soberbia de llamarse periodistas… un campeón mundial encerrado en el cuerpo de un kickboxer local, famoso entre pocos, admirado por todos y querido por suficientes. El kickboxing que como el buen veneno que sabe a miel en dosis justas, lo que vino sirviéndole como carretera hacia el cielo lo colocó también en el camino grande hacia el infierno: se obsesionó por bajar aquel par de quilos de cara a la pelea y salió con solo una bolsa de basura como abrigo a correr de madrugada, por la avenida, con el viento de frente y el rocío brutal del Atlántico humedeciéndole el esqueleto, echumbándole la garganta, los pulmones, infectándolo con un mal que le arrebatará durante meses en la cama su principal razón por ser, aunque jamás la ilusión, el afán de lucha, porque ganar es una posibilidad remota, pero persiste sabiendo que solo fracasa quien se rinde y únicamente vence quien pierde en la batalla.

            Como cicatriz de la herida sus guantes al junto la almohada: su hijo utiliza un peluche para pasar el miedo durante la oscuridad nocturno, ¿porqué el padre no habría de agarrarse al cuero sintético y el velcro que siempre lo ha mantenido pegado como lengua al hielo a la vida? A los pies del camastro, su madre, quien culpa con sincero odio a este deporte en el que su benjamín entró casi por casualidad –recuerda cuando fue a apuntarlo en natación y por tener que esperar un mes le permitió practicar mientras este brutal juego incomprensible-: de ser por ella quemaría hoy mismo esos guantes, utilizaría los tatamis como rellenos de colchones y el ring del gimnasio lo cogería para hacerse puertas nuevas en su casa… pero como todo odio en el fondo encierra un gran amor, porque en la habitación número 314 solo han pasado veinte personas sin ser padre, madre o novia… diecinueve guerreros y un sensei… veinte amigos, hermanos, padres, novios, compañeros…

            Es el turno de él, del que pelea la próxima semana y ha venido a enseñarle al enfermo el cartel de la velada, las fotos de la promoción, la hipócrita y minúsculamente publicada reseña en el periódico que infla su orgullo aún sin mencionar el nombre del púgil, tan solo un “joven isleño”: engodo para algunos aficionados al arte marcial que de otra manera no habrían comprado nunca el periódico.

            Debe enseñarle este recorte él mismo, poniéndolo frente a la cara de su amigo postrado la hoja, pues los tubos lo mantienen anclado a la cama y tiene tantas vías pinchadas para antibióticos, suero y morfina, que los moretones en ambos flexos de sus codos le provocan una infernal agonía si tuviera que doblarlos para leer.

-Si no es pinta de marica loca en el periódico.

-Mejor marica loca que jacoso en cama.

            “Psss” y risa… El visitante huele la caca –no puede levantarse ni para ir al baño- y tras darle un beso en la frente empieza a cambiar al otro guerrero. Su madre sigue sin comprender porqué todos los chicos que por allí pasan no la dejan a ella, su madre, sangre de su sangre, darle el potaje, cambiarle los pañales, afeitarle… no comprende porqué desconocidos con genes ajenos a los de su hijo actúan con un amor tan o más profundo que el de hermanos y primos… no comprende que los veinte y su hijo poseen una meta, un objetivo hacial e que caminan a distintas velocidades, pero en una única dirección… no comprende que son años, décadas en algunos casos de risas, llantos, peleas y abrazos en común… no comprende que más fuertes que los lazos de la sangre son los lazos de la experiencia compartida.

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