7 Vidas.
“La
grandeza de una nación se juzga por la manera en que son tratados sus animales”
Mahatma
Gandhi
Cuatro… tres… dos… camión del “Corte Inglés”… Las
malditas casualidades convergieron en que no fuera el asfalto, sino el hierro
quien forzara su fallecimiento… Cae desde un cuarto piso y es reventado contra
el intacto parabrisas de seis toneladas impulsadas por la prisa consumista de
sus apagados demandantes, por un
conductor con ansias de llegar a casa, de quitarse el sudado uniforme de
repartidor absurdamente inadaptado al clima isleño y por una luz ámbar señal de
pisar gas… Impacta justo en su cabeza naranja desquebrajando automáticamente
medio cráneo, media piel, media identidad… sesos esparcidos a lo largo de la
carretera mientras cientos de hormigas salidas antinaturalmente del concreto lo
devoran desganadas, solo por una necesidad autoimpuesta de amontonamiento, de
engorde masivo, de comida rápida… Milagrosamente sobrevive, se arrastra, se
aferra a su última vida con las garras partidas llenas de astillas y hollín
tratando de llegar hasta la acera. Sucio… sufriente… ignorado…
Dos metros… solo dos metros para la salvación, pero ¿qué
son dos metros?No solo el tiempo, sino el espacio es relativo, pues el felino
que saltaba sobre cucarachas y ratones pasando del sueño a la ira desvocada en
microsegundos, ahora, destruido y soportando el peso de sus tripas hechas puré
dentro del pellejo, es incapaz de alcanzar la orilla: un pulmón descolgado
dificulta demasiado el movimiento.
Sesenta minutos concentrados en un segundo –el exasperante
dolor actúa como un agujero del gusano invertido- pasan frente a las estalladas
pupilas del animal quien lanza un “miau” agónico sin sabe quien lo escuchará:
un S.O.S. del náufrago que se amarra a un buque fantasma como esperanza de
avanzar… Pasa el chaval en bicicleta sin fijarse en el suelo y aplasta su
columna con la rueda delantera… luego la trasera… Queda impregnado contra el
asfalto como piel de oso frente a chimenea, pero vivo… la muerte tantas veces
repudiada se convierte en un tesoro utópico que se resiste exageradamente a su
desenvoltura…
Con las patas de alante, clavando ocho uñas despuntadas
contra el piche, se saben cerca de los peatones… demasiado cerca…
peligrosamente cerca… toma una velocidad inusualmente alta incluso para un gato
sano: al tener la médula partida no sintió la patada en el culo que le dio un
niño malcriado para llamar la atención de unos padres soldados a su móvil… al
menos, ya arribó en puerto.
Choca contra la pared rompiéndose la última de sus
costillas sanas y queda tendido, sucio e infantilmente aterrado a la espera de
un Cristo de bigotes, rabo y terciopelo… Demasiados caminan, muchos lo miran
asqueados y solo unos pocos fingen preocuparse acercando su mano contra la
nariz (a unos cuantos centímetros, por miedo a mordiscos e infecciones).
Un alma solidario con el valor suficiente para ayudar lo
justo y la hipocresía necesaría para desear limpiar su conciencia, llama al
albergue de animales solicitando un voluntario que pueda venir a recoger el
cuerpo semimuerto del gato.
No importa un año, un día o un minuto… para él es
demasiado tiempo y los pequeños pajarillos habitantes de los matos, sus
conocidos archienemigos, deciden jugar con los globos oculares del minino
picoteándolos, irritándolos, ulcerándolos... después de todo la vida no carece
de cierta paradoja.
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