Hagamos un trato.
Es una foca espasmódica tratando de toser su propia
garganta rasgada por los vómitos de flemas, por la garraspera, por el odioso
zumo de naranja con suero que en teoría alivia la fiebre y que no hace más que
perturbar el estómago inútil de un niño cuyo deseo es que sus pulmones dejen de
ser pasas y poder chutar un balón, meter una canasta, soñar con ser, con reír,
con correr… la infancia debería ser un estado limpio donde el sufrimiento no es
más que un recuerdo aún por fabricarse, pero por desgracia Dios juega a la
ruleta rusa con un tambor lleno por siete balas dejando como única esperanza
que en el próximo disparo el percutor de en el hueco libre.
Un niño en su propia cama llorando no por el dolor en el
esófago de tanto escupir sangre seca, no por los tímpanos vibrantes a punto de
estallar por los esfuerzos de la nariz contra el pañuelo, no por ojos
enrojecidos luchando contra el polvo urbano… ojalá fuera como en sus dibujos y
se le saltaran de una vez para siempre de las órbitas… llora por la
desesperación, la angustia, la esperanza que se estira en el tiempo como
relojes derretidos de unos padres hartos de médicos incompetentes con palabras
amables y piruletas de fresa para endulzar la boca llena de mocos de su hijo…
unos padres metidos en el cuarto del niño: ella apretando su mano hasta casi
romper los dedos pensando que quizás de esa manera nunca llegue a marcharse… él
fumando en la ventana para no estorbar al enfermo con el humo: no debería, pero
las pastillas están racionadas por las recetas y el hachís es un somnífero
suave, barato y de mercado libre. Una pareja desesperada con un diagnóstico –“falso
croup”- como única explicación que se deshacen igual que una galleta dejada
demasiado tiempo dentro del café de las mañanas… impotencia, frustrante
incapacidad de espera, porque la inacción los hace sentirse tan culpables como
inútiles y se resignan a limpiar peluches en la lavadora matando gérmenes para
que el chico pueda tener compañeros cuando ellos anden en el trabajo y la
abuela friegue en la cocina… imaginación hiperdesarrollada de un chaval con
ojeras eternas de cocainómano en bajada, siempre con la sonrisa invertida por
culpa de la eterna pregunta “¿qué he hecho, porqué a mi?” sin solución igual
que un acertijo de respuesta inexistente planteado por alguna mente superior,
invisible y aemocional. Corriendo en brazos con la fiel mantita de Garfield
envolviendo al chico para protegerlo del viento que estalla su piel como una
hoya sin aire y demasiada presión por culpa de un calor febril absurdamente
elevado.
-No quiero volver al
médico, mamá.
-Hagamos un trato: un
pinchazo por un cuento.
Llegan al ambulatorio. Luz de manicomio en película de
terror. Niño llorando temiendo la inyección, envuelto en una manta vieja a
cuadros y un gato gordo, repleta de virus viejos, de mocos secos y de nostalgia
maldecida por horas interminables bajo fluorescentes fantasmales que iluminan
con luz cínicamente blanca los pasillos de un pediatra siempre vacío –los
chicos sanos duermen a esas horas mientras se impacientan con el bocadillo del
recreo dentro de unas horas- enseñando su nalga izquierda a un desconocido de
bata impoluta y una extraña radio que solamente sintoniza el corazón… el
paciente considera inútiles las inyecciones, pues no curan el dolor,
simplemente lo pasan de la cabeza a la cadera… urbason comprimido, 4 miligramos…
¿quién es el sádico hijo de puta que se dedica a machacar cristales, meterlos
en un tubo de plástico y luego clavar un aguijó de hierro sobre el culo para
que penetren en el hueso? Es una enfermedad que pasa con la edad, con el tiempo…
pero los segundos son gnomos que juegan al escondite que toman velocidad cuando
el juego es divertido, pero se ralentizan hasta casi la pausa completa cuando
la broma pierde su gracia.
-Doctor, ¿cómo se le
puede evitar esto al niño?
-Con paciencia y un
milagro.
Regreso… cierto alivio… a la cama para no dormir
angustiado por la amenaza del dolor que grita desde algún lado “volveré”.
Se acaba el canuto y agarra la mano libre. Todo parece
haberse apaciguado hasta que una cucaracha entra en escena por debajo de la
puerta del cuarto. Los padres se escandalizan por temor a las posibles nuevas
infecciones de un bicho de las profundidades fecales y lo persiguen por toda la
habitación zapatilla en mano… el insecto se escapa dando vueltas sin
aparente voluntad hasta que cansada de
la persecución despliega las alas, las chirría contra su cuerpo blando bajo el
caparazón, como la mermelada entre dos tostadas y ahora es la cebra
persiguiendo a las leonas: él y ella huyen despavoridos alrededor de la cama
del enfermo para detenerse solo cuando la escuchan… débil… utópica… imaginada
quizás hasta que lo observan y comprueban que no tose, sino que ríe: al niño le
hace gracia ver como una porquería roja y voladora es capaz de dominar a dos
adultos de más de tres metros en suma y se explota dando vueltas en el colchón:
el culo duele, la garganta duele, el corazón duele, pero por una vez duele de
placer.
Ahora son los tres quienes carcajean sobre el colchón
mientras cuatro manos hacen cosquillas en una barriga llena de enfermedad al
tiempo que el bicho huye por la ventana satisfecha del indulto.
Primera risa en dos años… primera señal de alegría…
primera vez que todos dejan de compadecerse… abrir las aguas es un truco de
fontanería: los milagros no nacen de lo imposible, sino de lo improbable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario