Escombros.
Hace dos días que las ratas están comiéndose su cadáver…
no llaman a la ambulancia porque esto es el gran bufet: quedaron para morir por
exceso de felicidad en lata y qué sentido tiene el llamar a una ambulancia para
levantar el cuerpo: todos acabarán igual y, además, si llamasen a cualquier
autoridad se acabaría la fiesta.
En una esquina andan follando desde hace un par de horas –ventajas
del cristal- un chaval con sida y un jovencito que acaba de entrar hace poco en
ese peculiar “club de los poetas muertos”… ninguno se ha corrido y desde hace
tiempo es algo demasiado mecánico, demasiado insípido, demasiado inocuo… aún
así continúan porque la otra opción es el agobio acelerado de las paredes en
ruinas de la casa donde guardan su arsenal de paraísos artificiales… hartos del
alcohol, las otras drogas y de una existencia despreciativa, inmerecida,
ignorante de su profundidad... un chico con más literatura entre pecho y
espalda que en cualquier biblioteca pública, cero a la izquierda para sus
padres que le fuerzan al “A, B, C”: dejar de escribir rayones en blanco,
dedicar tiempo al instituto conseguir un buen trabajo… oficina, recepción, mostrador
de algún banco… puestos creados para mentes matemáticas, que cierran bajo siete
candados el espíritu de un descubridor de arte –el artista no crea, solo
arranca de la naturaleza lo que ya existe en sus entrañas para ponerlo en forma
conceptual… una obra de arte no es más que un bote donde se guardan pequeños
trozos de la esencia vital- y es descubridor se encuentra atrapado en un ataúd
con agujeritos para respirar, para que vea un pedazo –solo un pedazo- de sol,
para que su agonía se extienda en el tiempo dándole años a su vida de garrafón…
vivimos en la época de la máquina expendedora, donde los manjares son para la
Navidad, la cubertería buena se exhibe inútil en un armario de cristal y en el
día a día comemos bocadillos recalentados y sopa con cucharas de plástico…
hipotecamos nuestro techo, nuestras ruedas y nuestro presente.
La muerta apesta, igual que la fruta podrida dentro de
una bolsa azul. De alguna manera todos la envidían, porque ella ya no es nada,
dejó de ser… pienso luego existo, pero pensar es el mayor de los infiernos, imágenes
que se clavan como chinchetas extragrandes en el cerebro, picajosas como el
polvo de la calima… no pensar… ese es el verdadero paraíso… entrar en él cuesta
y la puerta trasera es rápida, poco cara y simple de conseguir… un elástico,
una cuchara, una jeringa… horas de inactividad cerebral, de vacío, de coma
consciente en el que los monstruos salen de la cabeza para regresar de nuevo
debajo de la cama… es demasiado complicado ignorar a esos monstruitos que saludan
incesantes, constantes, que aporrean las puertas del subconsciente hasta
conseguir que sangren las neuronas… un disparo sería rápido, efectivo y económico,
pero el suicidio es una paradoja de doble capa donde el cobarde lo es demasiado
para luchar con su problema y lo es demasiado para dar el paso final… los
elásticos, cucharas y jeringas no necesitan corage.
En otra esquina, sudoroso y blanco –se acabaron los
efectos- un tipo con gangrena en el brazo por alguna púa oxidada que alimenta
los gusanos que le han crecido en la corva podrida del codo: siente que su vida
es mierda, pero esos gusanos no tienen que pagar por sus errores… ellos sí
deben vivir... así que se esfuerza en darles miguitas de pan uno a uno para
engordar su carne y tener así alguna compañía hasta la hora H.
Una casa en ruinas igual que sus cuatro inquilinos: un
mausoleo de paredes descorchadas donde un cuarteto de mentes ignoradas son
condenadas a muerte por la triple herida social: cobardía, hipocresía,
indiferencia.
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