miércoles, 5 de junio de 2013

Escrito (5/6/2013)


Imaginación rota.

            Les arde la garganta cuando el humo entra igual que una culebra de carbón hirviente deslizandose por el sumidero… humo viscoso, adherente, amnésico… el sabor de la hierba es dulzón y sustituye bien las golosinas que otros de su edad compran en el kiosko del barrio con las casas color pastel, los parques con suelo de goma para evitar rozaduras y el cartero que siempre sonríe sin conocer a nadie.

            Sus playeras tienen hambre porque mamá les hizo un tajo en horizontal por la punta para que los dedos pudiesen asomar envueltos en calcetines que hace tiempo fueron blancos: ocho años, un 39 de pie, un 36 de zapato, porque apenas hay dinero para pagar agua, luz o teléfono y cuando entran unos billetes extra se gastan en galletas con relleno de chocolate y en cervezas sin marca que igualmente embotan la esperanza… mamá tiene que alimentar los 120 kilos en redondo con las tetas sin sujetador –los modistos se olvidaron de talla 150 y copa amorfa-,mientras papá invita a sus clientes al salón, cortando producto encima de la mesa distrayendo a los compradores con bromas, alcohol y falsa camaradería para rascar unos gramos hacia casa.

            Los niños son como igual que esponjas en una alcantarilla donde absorven agua podrida que no toman ni las tortugas… niños de alma vieja que con ocho años fuman y pelean como pitbulls –cuanto más les pegas, más crece su ira contra el agresor-,que a los doce apenas habrán leído uno o dos libros, que a los quince sus profesores les darán por imposible y a los veinte ya llevarán un par de años en el negocio infernal porque durante casi dos décadas nadie confió en ellos, nadie les dio una caricia en las noches de terror ni una buena hostia cuando llegaban borrrachos del parque del barrio… el mayor enemigo del hijo es la indiferencia, porque incluso El Padre fue malvado con El Hijo mandándolo a la madera para que lo recordasen durante milenios… pero los chicos de andar por casa no saben multiplicar los peces y sus progenitores deben colocar el pan en la mesa con el mínimo esfuerzo, el mayor riesgo… encienden la tele delante del niño para que no moleste mientras carga y descarga la gramera… cuando ya puede tenerse en pie, deja que salga a la calle –aunque falte al cole, para lo que le ha servido a él…- y allí recibe la educación de los sin mente, de la puta y el cura, del yonki y el chulo, del rico y del marginado… la esponja recoge la húmeda crueldad de las aceras y el hormigón, soñando con ser alma pura para atravesar esas paredes con barrotes de oro, andar, andar, andar sin sentir, sin memoria hasta llegar a la orilla para fundirse con la espuma y desaparecer, no volver… no soportar colillas apagadas en la espalda de amigo maternos que hacen visitas cortas a mamá… no soportar cacerías policiales nocturnas en la madrugada de los miércoles llevándose a chavales equivocados a fuerza de porra y esposa con madres llorando –luego es muy difícil levantarse para ir a clase y entonces solo vale la pena quedarse entre las sábanas-… no soportar pasear por las calles de las tiendas con cristales en lugar de paredes, con helados al mediodía y niños con medias hasta las rodillas, donde te miran con asco, ira, miedo –tanto como tú a ellos a medida que aceleras el paso- porque tu diferencia les recuerda que la vida no es más que un espejo deformado a lo largo del camino…

            Dos niños de ocho años fumando hierba, soñando con el ascenso de su equipo, con playeras nuevas en el cumpleaños, con juguetes que puedan usar sin televisor solo con papi como player 2… un intruso… un niño un par de años más mayor en la carne, pero con al menos diez menos en la experiencia… un chaval con tres barras de pan bajo el brazo, jugando mientras camina con una consola portátil, andando despistado por un barrio de edificios sin calar… distraído e ignorante de su brutal suerte…

            Apuran los porros, apagan la colilla contra el bordillo, tiran los filtros…

            “Ey, ¿qué pasó?¿Me dejas usar tu máquina?”

            Los observa entre sorprendido y temeroso, obligado a fingir ser hombre porque el orgullo le grita que son menores, pequeños, que un león no debe amedrentarse frente a dos hienas…

            “Te estoy hablando, ¿nos la prestas?”

            “Paso”

            La tensión se vuelve densa y fluyente, como mantequilla derretida resbalando por un cuenco con pitorro.

            “Te estoy diciendo que me la des”.

            “Vete a la mierda”.

            El azul se cruza con el rojo en la mente inmadura, pero pervertida por años de abusos, bofetones y desprecio fraternal… la consola no tiene importancia: le da un manotazo para destrozarla contra el suelo… el dueño de la máquina olvida la palabra orgullo, suelta el pan y sale corriendo, pero es inútil: otros dos amigos –esta vez mayores- han visto la escena y acorralan al extranjero contra un coche para empezar el escarmiento… entre los cuatro tiran le tiran al suelo y patean con furia la cabeza, testículos y costados del chico: solo pararán cuando se encuentren extenuados… el niño en el suelo llora temeroso no por la caricia de la muerte, sino por ignorar cuando va a detenerse tanto dolor, porque lo que de veras nos aterra no es impedir el sufrimiento, sino llegar a creer que puede ser eterno… recordar el suplicio que queda por venir es más tortuoso que el daño real en sí mismo.

            Levan diez, quince, veinte minutos apalizando a un chaval que como ellos el único pecado fue ser distinto en el lugar equivocado –los extremos son iguales, solo que del otro lado- y sobre el asfalto contra las gomas del coche una masa de sangre, dientes rotos, caca y miedo, una peste a miedo que exita la mente ignorada, desconocida, precintada de los agresores… ya es suficiente: están agotados… dejan al chico quebrado y deseoso de la muerte –o de un buen pastel de chocolate- tirado a un lado del bordillo mientras las moscas liban en sus heridas… docenas de moscas alimentándose de heridas frescas: la desgracia del caído suele ser triunfo para el débil.

            Los cuatro jinetes caminan calle arriba y se encuentran con un amigo paseando en bicicleta.

            “¿Qué pasó?”

            “Nada, acabos de ganarle una pelea a ese tío”dice triunfante uno de ellos.

            “¿A quién?”

            “Al que está allí tirado”no pierdel a sonrisa “al señor de las moscas”.

            El zumbido se mete en los oídos del chico que ni siquiera tiene fuerzas ni ánimo para espantarlas, como un perro que sabiendo que es el fin no se molesta en hondear el rabo… Una bestial paliza: un agredido, cuatro agresores… cinco víctimas.

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