Imaginación rota.
Les arde la garganta cuando el humo entra igual que una
culebra de carbón hirviente deslizandose por el sumidero… humo viscoso,
adherente, amnésico… el sabor de la hierba es dulzón y sustituye bien las
golosinas que otros de su edad compran en el kiosko del barrio con las casas
color pastel, los parques con suelo de goma para evitar rozaduras y el cartero
que siempre sonríe sin conocer a nadie.
Sus playeras tienen hambre porque mamá les hizo un tajo
en horizontal por la punta para que los dedos pudiesen asomar envueltos en
calcetines que hace tiempo fueron blancos: ocho años, un 39 de pie, un 36 de
zapato, porque apenas hay dinero para pagar agua, luz o teléfono y cuando
entran unos billetes extra se gastan en galletas con relleno de chocolate y en
cervezas sin marca que igualmente embotan la esperanza… mamá tiene que
alimentar los 120 kilos en redondo con las tetas sin sujetador –los modistos se
olvidaron de talla 150 y copa amorfa-,mientras papá invita a sus clientes al
salón, cortando producto encima de la mesa distrayendo a los compradores con
bromas, alcohol y falsa camaradería para rascar unos gramos hacia casa.
Los niños son como igual que esponjas en una alcantarilla
donde absorven agua podrida que no toman ni las tortugas… niños de alma vieja
que con ocho años fuman y pelean como pitbulls –cuanto más les pegas, más crece
su ira contra el agresor-,que a los doce apenas habrán leído uno o dos libros,
que a los quince sus profesores les darán por imposible y a los veinte ya
llevarán un par de años en el negocio infernal porque durante casi dos décadas
nadie confió en ellos, nadie les dio una caricia en las noches de terror ni una
buena hostia cuando llegaban borrrachos del parque del barrio… el mayor enemigo
del hijo es la indiferencia, porque incluso El Padre fue malvado con El Hijo
mandándolo a la madera para que lo recordasen durante milenios… pero los chicos
de andar por casa no saben multiplicar los peces y sus progenitores deben
colocar el pan en la mesa con el mínimo esfuerzo, el mayor riesgo… encienden la
tele delante del niño para que no moleste mientras carga y descarga la gramera…
cuando ya puede tenerse en pie, deja que salga a la calle –aunque falte al
cole, para lo que le ha servido a él…- y allí recibe la educación de los sin
mente, de la puta y el cura, del yonki y el chulo, del rico y del marginado… la
esponja recoge la húmeda crueldad de las aceras y el hormigón, soñando con ser
alma pura para atravesar esas paredes con barrotes de oro, andar, andar, andar
sin sentir, sin memoria hasta llegar a la orilla para fundirse con la espuma y
desaparecer, no volver… no soportar colillas apagadas en la espalda de amigo
maternos que hacen visitas cortas a mamá… no soportar cacerías policiales
nocturnas en la madrugada de los miércoles llevándose a chavales equivocados a
fuerza de porra y esposa con madres llorando –luego es muy difícil levantarse
para ir a clase y entonces solo vale la pena quedarse entre las sábanas-… no
soportar pasear por las calles de las tiendas con cristales en lugar de
paredes, con helados al mediodía y niños con medias hasta las rodillas, donde
te miran con asco, ira, miedo –tanto como tú a ellos a medida que aceleras el
paso- porque tu diferencia les recuerda que la vida no es más que un espejo
deformado a lo largo del camino…
Dos niños de ocho años fumando hierba, soñando con el
ascenso de su equipo, con playeras nuevas en el cumpleaños, con juguetes que
puedan usar sin televisor solo con papi como player 2… un intruso… un niño un par de años más mayor en la carne,
pero con al menos diez menos en la experiencia… un chaval con tres barras de
pan bajo el brazo, jugando mientras camina con una consola portátil, andando
despistado por un barrio de edificios sin calar… distraído e ignorante de su
brutal suerte…
Apuran los porros, apagan la colilla contra el bordillo,
tiran los filtros…
“Ey, ¿qué pasó?¿Me dejas usar tu máquina?”
Los observa entre sorprendido y temeroso, obligado a
fingir ser hombre porque el orgullo le grita que son menores, pequeños, que un
león no debe amedrentarse frente a dos hienas…
“Te estoy hablando, ¿nos la prestas?”
“Paso”
La tensión se vuelve densa y fluyente, como mantequilla
derretida resbalando por un cuenco con pitorro.
“Te estoy diciendo que me la des”.
“Vete a la mierda”.
El azul se cruza con el rojo en la mente inmadura, pero
pervertida por años de abusos, bofetones y desprecio fraternal… la consola no
tiene importancia: le da un manotazo para destrozarla contra el suelo… el dueño
de la máquina olvida la palabra orgullo, suelta el pan y sale corriendo, pero
es inútil: otros dos amigos –esta vez mayores- han visto la escena y acorralan
al extranjero contra un coche para empezar el escarmiento… entre los cuatro
tiran le tiran al suelo y patean con furia la cabeza, testículos y costados del
chico: solo pararán cuando se encuentren extenuados… el niño en el suelo llora
temeroso no por la caricia de la muerte, sino por ignorar cuando va a detenerse
tanto dolor, porque lo que de veras nos aterra no es impedir el sufrimiento,
sino llegar a creer que puede ser eterno… recordar el suplicio que queda por
venir es más tortuoso que el daño real en sí mismo.
Levan diez, quince, veinte minutos apalizando a un chaval
que como ellos el único pecado fue ser distinto en el lugar equivocado –los
extremos son iguales, solo que del otro lado- y sobre el asfalto contra las
gomas del coche una masa de sangre, dientes rotos, caca y miedo, una peste a
miedo que exita la mente ignorada, desconocida, precintada de los agresores… ya
es suficiente: están agotados… dejan al chico quebrado y deseoso de la muerte –o
de un buen pastel de chocolate- tirado a un lado del bordillo mientras las
moscas liban en sus heridas… docenas de moscas alimentándose de heridas
frescas: la desgracia del caído suele ser triunfo para el débil.
Los cuatro jinetes caminan calle arriba y se encuentran
con un amigo paseando en bicicleta.
“¿Qué pasó?”
“Nada, acabos de ganarle una pelea a ese tío”dice
triunfante uno de ellos.
“¿A quién?”
“Al que está allí tirado”no pierdel a sonrisa “al señor
de las moscas”.
El zumbido se mete en los oídos del chico que ni siquiera
tiene fuerzas ni ánimo para espantarlas, como un perro que sabiendo que es el
fin no se molesta en hondear el rabo… Una bestial paliza: un agredido, cuatro
agresores… cinco víctimas.
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