Y
vio la luz.
Sangre de la sábana al suelo e
incluso en las paredes consecuencia de un parto brutal, grotesco, casi
alielígena… el bebé logra rasgar el cascarón para nacer muerto, enrollado por
el cuello con el cordón umbilical, estrangulado por la sonda que durante 36
semanas le ha permitido crecer, comer, respirar… el bebé estrangulado por una
paradoja de sinsentido y cierto humor negro… un niño que nace nuevo por alguna
explicación que se empeñan en dar los religiosos, pero que para unos padres
primerizos con nueva casa, nueva vida, nueva esperanza se quedan inútiles,
burlonas, cínicas y la única explicación posible es que la vida no es más que
un revólver con dos balas con el tambor girando constantemente salvo cuando a
Dios le apetece quitar el seguro, frenar el giro y apretar el caprichoso
gatillo, un gatillo indiferente a edades, riquezas o países, un gatillo
inocente pulsado por la mano de un espectador que fundó este teatro hace ya
mucho y que en el reparto de papeles el bebé ahorcado no era más que un extra
con la misión de que papá y mamá fueran personajes principales en un drama que
durará dos vidas: la de él, la de ella… pareja que se rompe cuando su fruto se
pudre en una caja de zapatos cerrada… la autopsia fue macabra: un bebé vacío
igual que un cerdo boca abajo listo para el asadero por culpa de una burocracia
que no entiende de personas, paternidades ni consuelos, sino de números, normas
y formalismos… una burocracia que exige el destripamiento de un recién muerto
por accidente impidiendo a sus familiares el último vistazo a través de los
cristales de un féretro a tapa descubierta.
Ella enloquecida de forma vitalicia,
porque poseyó dentro de sí el privilegio envidiado por los varones desde el
primer día: la capacidad de conocer a su propio hijo antes de que nazca… un
privilegio maldito para una mujer que con chillidos de dolor, ira y alegría
pasó de parir a una esperanza hecha carne a dar a luz a un tumor hinchado por
la falta de aire…
Él es más simple: los dolores
masculinos suelen apagarse con llamas de alcohol y ya son tres meses los que
lleva amarrado a la botella, atrapado igual que una mosca sin alas en el fondo
de un vaso de leche caducada… golpes de whiskey, ron y vodka no tanto para
olvidar, sino para castigar a su alma por su inutilidad paterna, por su
impotencia salvadora, por su quietud en la sala del materno observando a la
muerte jugar al póker con los médicos, mientras fumaba un puro segura de su
victoria, en la misma sala donde solo fue capaz de quedarse mirando con
lágrimas de nena corriendo por sus mejillas y sin dejar de grabar ni un
instante de forma compulsiva la escena de entremés incluida en este drama... En
el trabajo le permiten alargar la baja un par de semanas y su madre de vez en
cuando le acerca una compra, le obliga a ducharse y le exige que haga la colada…
de resto visitas fugaces de amigos con gemelos, paseos por el parque y perros
sonrientes… tan fugaces que ya son cosas del ayer, como su hijo, pero un ayer
que lo persigue, porque no es más que un hoy que dejó de existir… la última
visita antes de ayer, por un gilipollas del trabajo apenas conocido con frase
célebre que le costó tres puntos en la ceja: “Mejor que se muriera en la cama
del hospital que dentro de diez años cuando ya le tuvieras cariño”. Como un
resorte pinzado lanzó su vaso chato contra la sien del gilipollas del trabajo…
un gilipollas incapaz de entender que el amor no es cuestión de tiempo, que el
amor no es cuestión de razones, que el amor no es cuestión de calendarios… el
amor es un cuchillo al rojo que se te clava en la carne provocándote dolor,
daño, sufrimiento, alegría, confianza, seguridad… un cuchillo al rojo de doble
filo que te penetra tan hondo que si te lo sacan de golpe la herida permanece
profunda y abierta, porque no existe otra hoja con la misma medida y porque no
existe alcohol suficiente capaz de cicatrizarla.
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