martes, 18 de junio de 2013

Escrito (20/6/2013)

104 Farenheit.
            Una cucaracha se la pasea por la piel de la mejilla cosquilleando su rostro de forma tan insoportablemente placentera que le era imposible deshacerse de sus seis patitas acosadoras, de sus antenas sempremóviles, de sus alas con ruido chirriante en cada salto… quizás el talento musical de los mosquitos, el zumbido circular de las moscas y el que las cucarachas tengan alas, son bromas macabras de Dios que disfruta observando desde su butaca como corren adultos con zapatillas en la mano tras insectos con coraza de plastilina que se infiltran por rendijas y se atrapan frente a ventanales abiertos.
            Una cucaracha haciendo temblar sus alas sobre la cara de un alcohólico dormido sobre el escalón de un portal, sabiendo que por la mañana la vieja del segundo lo barrera con el cepillo –la mierda es mierda en forma de zurullo, papeles o persona- y le dará pequeños puntapiés con zapatos agujereados de enfermera, esos que parecen un queso de gruyer amasado con garrafas… hasta entonces, con el estómago caliente gracias al vodka sin nombre y a la chaqueta de cuero que le regaló algún heavy sin neuronas, pero corazón, disfrutará durante horas de la no conciencia, de la no existencia activa, de la no preocupación por el mañana… con el sol las viejas salen como vampiros invertidos camino de la iglesia barriendo vagabundos, pero las noches son para los licántropos que enloquecen con la luna redonda y un hombre sobre el escalón de un portal no espanta el cosquilleo de una cucaracha de vientre esquelético porque le recuerda a las caricias con la yema de mamá, una madre rubia, gorda y cariñosa, con el ojo eternamente ennegrecido, el alma eternamente partida y la garganta eternamente entrelazada… una madre que cada noche antes de acostarse paseaba sus seis dedos –los otros llevaban tiempo escayolados- por el pelo rizado de su hijo traspasándoles mediante sus huellas dactilares seguridad, amor y amargura fingida con maquillaje, sombra aquí y sombra allá por las mañanas antes de llevarlo al cole… una madre esposa de la bestia parida por la hipocresía de la piña social que hace campaña contra el alcoholismo en institutos, pero permite al padre de un alumno de pelo rizado beber una botella de “Jack Daniels” de chapa a culo antes de la ducha previa al coito… un padre respetado por sus clientes, empleados y hasta competidores, que apaga con fuego de 40º su garganta aún llena de despotismo y agresividad… una garganta desamarrada creadora de gritos, insultos y preguntas infundadas hacia una mujer cuyo único fin en la vida es servir de escudo al pequeño que aún cree en Melchor y que se mea temblando con solo sentir el paso izquierdo de su padre…
            Labios rotos, codos dislocados, moretones verdes… y una vagina desgarrada por el saberse un útil sin mujer que la rodee, un objeto de diversión poco superior a la consola y el billar del garaje, un agujero de los placeres y deseos del hombre atrapado en una vida de mando si liderazgo, miedo sin respeto y masculinidad sin hombría… un hombre que sin su dosis de 40 grados, 40 penetraciones y 40 hostias nocturnas no se siente macho…
            Un niño que lo siente todo pared con pared desde el cuarto, que pide a Dios nuestro y de las cucarachas sin alas, que mamá deje de llorar o que al menos, los golpes suene más y duelan menos…
            Dos…cuatro… seis años y la noche de los 40 sigue siendo una rutina… el niño es casi hombre y ya tiene cuerpo suficiente para soportar parte de los guantazos… la carga se comparte ahora entre madre e hijo, per la falta de costumbre con la piel estriada por el dolor, obligan al niño de las meadas en la cama a escapar de su casa, a huir de su propia existencia, a abandonar a una madre que tras la desaparición del hijo moriría de anemia galopante según los médicos… de tristeza desbordante según las cajas vacías de “Prozac”…
            El hijo huido se siente cerdo-traidor, pero de volver al palacio sabe que nadie pondrá sobre su cuerpo el mejor vestido, que nadie colocará en su dedo ningún anillo, que nadie matará para festejar al becerro gordo… una cárcel sin caricias de seis dedos con un alcaide preso de sí mismo por culpa de un ego henchido por corbatas y palmadas en la espalda de superiores con americana…

            La calle es un presidio sin barrotes y para el olvido de la culpa nada como la medicina de papá, nada como esos 40 grados del viejo ogro que anulan el cerebro, callan la conciencia y doblegan la culpabilidad… nada como seis patitas sucias emulando durante algunas horas los dedos semprimuertos de mamá.

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