sábado, 29 de junio de 2013

Escrito (29/6/2013)

La isla.

Su estómago desborda por debajo de la camisilla llena con manchas de sudor y kétchup –la encontró tras alguna hamburguesería de barrio- porque en el siglo XXI, el siglo del nuevo milenio, el siglo de la vergüenza, la comida anacrónicamente plantada, los alimentos ecológicos cultivados por agricultores de colilla a medio apagar en la boca mientras aran con el sacho tierras polvorientas y desagradecidas que parecen rechazar cada golpe de la azada con una sonrisa cínica, mortal, es demasiado exclusiva para el bolsillo medio y los vagabundos sexagenarios solo pueden permitirse tres comidas diarias a base de hamburguesas a euros y pastelitos industriales comprados a granel… unas piernas hinchadas, amoratadas, supurando porquería amarillenta con una telita blanca alrededor de la carne como el suero solidificado cubriendo un queso tierno, asoman descuidadas a través de una tienda de campaña recogida de los contenedores: miles de historias con sonrisas, chicas de buenos pechos y ensaladillas rusas cociéndose al solo se guardan tras la lona de esa tienda: los ciclos son caracoles embusteros y con humor bastante negro que transforman objetos de alegría en recordatorio del sufrimiento, como los regalos de un padre idealizado que se largó a por tabaco acompañado de dos hermanitos bastardos… unas piernas podridas, muriéndose sin permiso de su dueño que dormita haciéndose una paja casi en sueños recordando la mujer que nunca existió o tal vez la esposa que jamás le llevará un café al sofá… unas piernas pudriéndose por dosis letal de azúcar sin cortar –la heroína blanca apta para y al alcance de todos los públicos- porque vivir en barrios donde las tortillas se cocinan con huevos en polvo y la mejor compañía para los hijos es “Dora la exploradora” mientras papá y mamá echan un polvo –cada uno en cuartos separados- hace plausible que los refrescos de cola azucarados sean cien veces más baratos que el agua cristalina –las botellas de agua son productos de lujo por su antigüedad y solo chicos concienciados con el medio ambiente, de los que compran pantacas a cien euros, pero rotos para empatizar con los sintecho- y un vagabundo jubilado con paga tan absurdamente pequeña que no da tiempo a la ira, sino a pensar en el mañana como un futuro utópico, deja crecer su barriga por debajo de la tela a base de carbohidratos, grasas trans y restos de pasta que el restaurante italiano tira al contenedor, idénticos, salseados, intactos –el mercado solo conoce de oferta y de demanda: “homo sapiens” es una equis eliminada hace tiempo en la ecuación del capital- que como en competencia con las moscas directamente del contenedor gracias a unas piernas incapaces de sostener años de comida rápida, líquidos carbonatados y carnes de caballo que aseguran que saben mugir. El tomate se le desliza entre los dedos manchando de índice a codo, igual que si fuese un cirujano en plena apendicitis descansando ante los focos blancos como cochitos en la feria… un ser vivo del que no sabemos donde está su almaticidad: come, bebe y caga de forma casi compulsiva como un ciempiés humano con línea directa entre boca y ano, soñando en que algún día tanta kaloría lo hará reventar, dejándole salir de la prisión de escombros, hipervelocidad y deshumanización que sufren las urbes del nuevo milenio.

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