viernes, 14 de junio de 2013

Escrito (14/6/2013)


Acoso.

            El cuarto chicle que pegan esta semana en su pelo: hace tiempo que no le hacían esta putada, pero las bromas son como la campana del líbido, cobrando gracia hasta el punto culmen, para luego descender en picado tras la explosión y emperzar de cero… La rodearon entre cuatro chicas, cuatro jinetes sin montura, cuatro pijas tan faltas de atención como la víctima y tras llenarla de escupitajos, moretones y mordiscos decidieron pegar su chicle salivado en el pelo grasiento de una niña treceañera gorda, desfigurada, insalubre por las comidas de una madre que confunde amor con aperitivos colesterlóricos y cuidado con horas de películas románticas puestas en la pantalla borradora de cerebros.

            Camina hacia casa con las lágrimas deslizándose sobre los cachetes, quedando atrapadas en los hoyos de la celulitis, confundiéndose con el sudor pardo, aceitoso de un corazón demasiado pequeño para bombearle a cien mil gramos… los pies están destrozados y llenos de bolsas por el contacto contra el asfalto ardiente, de los cristales que se clavan en sus plantas y la mierda aún fresca sin recoger de dueños con poca empatía social: los zapatos cuelgan de la canasta del instituto y los profesores fuman a escondidas en el cuarto de las pesas mientras ya tienen escritas un par de notas de castigo prefabricadas avisando a los padres de las acosadoras acerca de la inminente expulsión si vuelve a suceder algo semejante… echan una bronca que suena robotizada y continúan con el cigarrillo esta vez en la sala de profesores al ritmo del gira gira de la cucharita del café, mientras se quejan de la gorda-niña-mimada que no sabe defenderse ella sola y que mejor cerrase la boca a la hora del almuerzo en lugar de andar jodiendo con los llantos…

            Sigue llorando… sus lágrimas no son gotas de humillación, sino gotas de pintura que escriben un “S.O.S.” silencioso dirigido a papá y  a mamá, ignorantes del código del silencio, desesperado por la no comunicación de una hija que se limita a callar durante los atracones a la mesa y a encerrarse durante horas en el baño… padres ignorantes que olvidan que las notas más importantes son las que no aparecen en el pentagrama, que los significados más profundos son los silencios entre palabras…

            Llega a casa con el chicle aún caliente revolviendo su pelo… pies negros y pegajosos de mierda ciudadana… ojos hinchados por escupitajos de amargura… un eterno pulover negro enfundado de cuello a muñecas en pleno mes de Agosto…

            Entra a la cocina, abre la nevera, coge la bandeja de pastelitos “¿Qué te pas?”, pregunta mamá… coge la bandeja de pastelitos y corre silenciosa –siempre silenciosa- hasta el baño para forzar su hígado con el azúcar y la crema refinados…

            Se acaba el dulce: ¿dónde está mi consuelo? Dos segundos en el paladar, una eternidad en la conciencia… se siente gorda, sucia, asquerosa… merece un castigo… se remanga el pulover y allí, en su fofa piel, se notan los cortes –con mayor o menor profundidad- por cada uno de los desprecios sufridos por culpa de la triple C infernal: Casa-Cole-Cabeza… Una hojilla a veces es justa para olvidar unos minutos sus cadenas.

            Corta sobre el lavabamos que ya suelta agua procurando no dejar huellas de sangres, no para evitar preocupaciones paternas, sino para que nadie tenga un motivo extra para continuar machacando su cerebro, perturbando su mutismo, torturando su soledad… cuchillas compradas con la exuberante paga y que así papá no se de cuenta de que le faltan herramientas con las que rasurarse la barba.

            Los cortes la alivian… poco a poco va llegando hasta los bíceps: pronto no habrán más huecos en los brazos, pero mejor: quizás entonces, solo entonces, se atreverá a llegar al cuello… el “S.O.S” total…

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